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Jueves 25/04/2024  
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Oasis: Jamal, Farah, Majed, Mohammad, Yasmin y GhalebAlrajab, de Siria

Nunca imaginaron que tendrían que escapar de una guerra y mucho menos que terminarían en un lugar de España llamado Jerez

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Sarah y Mohamed sostienen con delicadeza a sus hermanos gemelos

Sarah y Mohamed sostienen con delicadeza a sus hermanos gemelos

Sarah y Mohamed sostienen con delicadeza a sus hermanos gemelos de pocos días de vida. Cualquiera podría pensar que han esperado a estar a salvo para nacer. Dentro del vientre de su madre han atravesado varios países y un desierto. Después, Melilla y el agua oscura del estrecho. Sus padres, Nermin y Nour, prefieren no salir en la foto y ceden el protagonismo a los pequeños. Los observan con expresión de orgullo desde el otro lado de la habitación. En sus miradas aún persiste la huella del cansancio, pero sobre todo hay calma.

En Siria, Nour trabajaba en una fábrica de alimentos y Nermin se dedicaba al cuidado de sus hijos y del hogar. Nunca imaginaron que tendrían que escapar de una guerra y mucho menos que terminarían en un lugar de España llamado Jerez.

La guerra comienza en Siria en el año 2011. En aquel momento Nermin estaba embarazada de Jamal. «Éramos felices en nuestro país, nunca piensas que eso te pueda pasar». Nour estuvo cuatro meses como soldado en reserva esperando esa llamada que supondría la separación de su familia para ir a la primera línea del terror. Por eso, decidieron que él tenía que ser el primero en abandonar el país, seguido poco después de su hermano pequeño Mohammad, su esposa Nermin y sus hijos e hijas.

Esta partida supuso para ellos el comienzo de una huida que duraría años, en una travesía que les llevó a cruzar juntos Sudán, Egipto y atravesar el desierto del Sáhara, una experiencia que estuvo muy cerca de costarles la vida y que nunca podrán olvidar.

«Íbamos a pie, junto a otras cinco familias. Hubo un tramo en el que tuvimos que montar en un jeep para huir de la policía fronteriza. Íbamos a casi 300 km/h y el coche volcó. Pasamos mucho miedo. Luego siempre a pie. Fueron diez días, sin comida ni agua para nosotros ni para los niños. Recuerdo un día en el que estábamos convencidos de ver verde y agua brillando a lo lejos, como en los oasis de los cuentos».

Son conscientes de que es prácticamente un milagro que lograran sobrevivir, muchos otros no tuvieron la misma suerte. En los silencios que callan hay tantas historias como en las palabras que dicen. «En el desierto no hay camino, el único camino es el Sáhara. Estás solo. No hay casas, ni árboles. Solamente sol y arena. Pero Dios está ahí».

Llegar a Argelia fue un alivio. Se sentaron todos en el suelo y pudieron beber agua, al principio sólo en pequeños sorbos de un tapón, porque sus cuerpos no toleraban más. Necesitaban comer, pero deseaban más aún estar a salvo: «Queríamos llegar a un lugar seguro. Era todo en lo que podíamos pensar: “ya falta menos, ya falta menos”». Miran a sus hijos mientras dicen esto, como quien sostiene un hechizo que pone el mundo en pie. Sus risas llenan la habitación. Ahora son Nermin y Nour los que sostienen cada uno a un bebé. Nermin le da un biberón a Yasmin mientras acaricia con la otra mano sus suaves y minúsculos dedos.

Me cuentan que Majed y Jamal quieren ser futbolistas, y percibo cierto humor en sus palabras. «¡Por supuesto, saben que primero tienen que estudiar!». Farha sueña con ser enfermera. Mohammad tuvo que dejar los estudios en Siria y tiene muy claro que quiere volver a estudiar y terminar secundaria.

Pese a los durísimos recuerdos, hay siempre en sus palabras una fuerza de avance, una inercia de años de no detenerse, de no rendirse. Pienso que nunca estuve frente a personas tan fuertes. «Nosotros aceptamos nuestro destino, confiamos en Dios».

Todos tienen el mismo color en la mirada. Es un tono esmeralda, brillante, como un destello en el agua, que los hermana allá donde van. No hace falta que digan que son familia, la mirada verde oasis les delata. Nour me dice que está deseando poder trabajar, que ha trabajado toda su vida y no está acostumbrado a no hacerlo. En pocos días dejarán el piso de protección internacional de CEAin y partirán hacia Bilbao, donde planean reencontrarse con algunos familiares que están allí.

Cuando les pregunto qué les haría felices a ellos dos en el futuro próximo, se miran el uno al otro con incredulidad, como si el hecho de pensar en la felicidad propia fuera un privilegio que no se pueden permitir. A sus treinta y pocos años, Nermin me dice: «Nosotros ya somos muy mayores. Queremos que ellos sean felices». Será que los años de camino se sienten más largos, aunque por fuera no se perciba. Les insisto con la misma pregunta, porque son muy jóvenes aún, y se vuelven a mirar sonriendo. Entonces Nermin me dice que tiene muchas ganas de volver a pasear tranquilamente con Nour, de ir al cine, al parque con los niños…. «lo normal, cosas sencillas.»

Y pensar que hay quienes tienen que cruzar el mundo entero para poder hacerlo…

 

 

 

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