La oscuridad sórdida de aquel callejón de la barriada invitaba a no atravesarlo. La silueta de seis jovenzuelos avanzaba desde el otro extremo. Iban jaleosos saltando sobre las paredes, agrediendo entre gritos a todo mobiliario público o privado, vituperando toda clase de frases malsonantes y destempladas. Al acercarse se les podía ver sus atuendos de riguroso negro, a la vez que tapaban sus rostros con pasamontañas. Se podía adivinar por sus voces que ninguno debía sobrepasar los quince años. Los tres de menor estatura, por lo que se suponía que eran los más jóvenes, portaban canastillas que contenían decenas de huevos. La situación empezaba a ser angustiosa a medida que iban formando un cerco alrededor de la víctima. El más espigado, ya a pocos metros, pronunció la indeseable pregunta, truco o trato. Ante la incapacidad de respuesta varios huevos volaron hacia su pretendida diana, la cara. Solo uno encontró su objetivo, pero los demás tiñeron de espumarajo de la clara y de la babosa yema ambarina el trabajado uniforme laboral. Entre risas, petardos y alaridos los pandilleros se alejan de la impertérrita víctima, cargada de furia, impotencia y desamparo.
Este es una de los muchos momentos que se viven como culmen de un importado festejo cuyo sentido es difícil de encontrar, más allá de las necesidades consumistas. En el mundo de las absurdidades este gana fuerza año tras año, y desde los colegios a las discotecas se afanan en propiciar un mundo irreal, salpicado de todo tipo de disfraces vinculados más al terror que a algún sentido o creencia más vinculado a nuestra idiosincrasia. ¿Qué se festeja? Pues no lo sé. A vueltas con el tema tan sólo pienso que es lo absurdo, lo irracional o disparatado. El motivo central, el leitmotiv, parece estar simplemente en la razón de disfrazarse y asustar cada vez con mayor intensidad. Todo muy lejos de aquel otro festejo autóctono que es el carnaval, en el que el fin último es la verdadera diversión de la vida ante la muerte.
En nuestra cultura abrazar el otoño la noche de Tosantos, víspera de los difuntos, tenía otro sentido. Era aprovechar los frutos que nos daba la tierra en ese momento como fuente nutricional antes de someterse a la dureza del invierno. A lo peor, muy posiblemente, jáloguen trate de festejar que el otoño ya no volverá.