Pasó la boda de la niña de Belén en series fotográficas, como suspiro de novicia, cuando tanto habían apostado en ella. Pasó el frío y llegó la calor para azote de matronas engordadas que reflejan sudores vespertinos bajo las arrugas. Ahora queda ponerse bien con Hacienda y que los niños prosperen en la Selectividad que cambia de nombre con cada legislatura política. Me niego a aprendérmelo. Sé que es signo de vejez, pero me la suda. Peor es lo de las carnes magras que no decrecen o lo de no tener ganas más que de coger el mejor sitio en un banco a la sombra. Me gustó ser niña en una casa donde no había competencia, pero sí muchas reglas. Me rebelé contra esas reglas en cuanto crecí y apreté dientes y lloré para no servirme de nada. Me gustó ser mujer en una sociedad machista en la que sacabas cuello para sobrevivir, pero -quizás por eso mismo- sabías lo que te jugabas y respetabas al máximo lo conseguido.
Me gustó ser madre más que nada, igual que me dolió perder a quién me regaló a mis hijos, más que todo. Pero no hay cláusulas en este contrato que no firmamos al nacer, pero por el que nos joroban de lo lindo, estrujándonos la bilis y quebrándonos el alma. Aquí seguimos, esperando el turno que nos toque que juraría que es para rellenar papeles, tratar con idiotas y esperara a que los más jóvenes de nuestra casa saquen sus sueños convidados en una bandeja. Pero los sueños cuestan y hay que saber ganárselos. Ellos aprietan que da gusto, recitando temas como hace años no escuchaba, entre musicalidades y quebrantos. Le harían engordar del orgullo a quien siempre está presente aunque no se le vea, aunque él lo sabía de sobra, diciéndomelo antes de morir, acertando como en tantas otras cosas. Es lo malo de la vejez, que solo hay que esperar para verlo todo, cuando ya nada te importa un pimiento. Es una especie de Madame Web pero sin poderes extras, sino lacras físicas y mentales. La niña de Belén estaba tan radiante que contagiaba ganas de vida, de esperanza, de promesas recién hechas. Nunca apuesto un duro por uniones juveniles, porque me he vuelto resentida con esta vida que me ha quitado tanto. Sin embargo, se veía el amor en los ojos de la pareja, como se veía en los de Javi e Inma en la graduación de Ana Montero. Y les han pasado cosas, se lo aseguro, cosas que unen o rompen una pareja, pero ahí estaban ellos, recordándonoslo a los que ya no lo tenemos, pero lo añoramos cada día. Cuando se ha querido es difícil olvidar. Cuando se ha amado sin condiciones, es imposible partir la línea del destino para dejarla laxa y abandonada. Es más seguro plegarse a ella, doblarla con cuidado y esperar que- en algún hipotético momento- vuelva a erguirse victoriosa, como nos enseñaron que pasa con todo lo eterno. Llega la calor, los sudores, los chillidos de vida, el río más plateado, las últimas competiciones y -cómo no- saber si van o no a la Universidad por la que han apostado.
Quedan nervios, compromisos, vida nueva por gastar y ojos que ven con cataratas, porque los nubló la lluvia cálida que sale del lagrimal. Lloraría Belén al ver a su niña desfilar contenta, para abrazar su destino. Lloraré yo al ver a mi nieta de nuevo, al ver a mis menores hacerse mayores. Veré mis rodillas dolerse, mi cuerpo encogerse, mi instinto plegarse y mis líneas disolverse, porque somos Mercedes en una vida que nos regaló a todos los que tuvimos la suerte de quererla. Se fue- entre sueños como se van los grandes- con su madre y con mi madre, siendo un referente para Loreto (y para mí) hasta el último día que respiremos. Se fue en silencio cómplice de humidad, de tesón, de no haber aprendido nunca a hacer daño. No pasará su memoria, porque Alejandra nunca dejará que se diluya en la tormenta.