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40 años atrás... y todo sigue igual

El 21 de julio de 1972 murieron 76 personas por el choque de un ferrobús y un tren expreso a la altura de la localidad de El Cuervo. Los gaditanos llevaban 40 años pidiendo la doble vía que 40 años más tarde sigue sin estar operativa en el tramo del accidente.

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Antigua estación de Cádiz. Viernes 21 de julio de 1972. Pasadas las 6 horas. Un tren ferrobús en las vías con destino a Sevilla. Pocas personas en la estación a esas horas de la mañana. Apenas treinta o cuarenta viajeros suben a los cuatro coches de que dispone el tren, lo que se considera normal en la primera estación.


Mismo día y a la misma hora. Estación de San Fernando. La quietud de los andenes de Cádiz contrasta con el júbilo que se vive en la localidad vecina, una situación repetida cada semana, los viernes y algunas veces los sábados a primeras horas.


Decenas de infantes de marina, principalmente, y algunos marineros, con los petates blancos y la alegría en los rostros a pesar del madrugón. Habían pasado revista en los cuarteles de la Población Militar de San Carlos y se iban de permiso. Bromas, canciones, conversaciones que contagian a sus propios compañeros y a los civiles que están en la estación, muchos asiduos viajeros que ya conocen la escena de haberla vivido muchas veces.


El tren casi vacío sale de Cádiz y llega a La Isla en escasos minutos, apenas un cuarto de hora en los trenes de aquellos tiempos. Para en el andén principal y la tranquilidad en el interior se convierte en algarabía, la misma que minutos antes había en la estación isleña y que ahora se arremolinaba buscando sitio para que los compañeros y amigos fueran juntos y seguir con las batallitas de la mili.


Debían ser pasadas las seis y media de la mañana -haciendo una extrapolación de lo que tardaban antes los trenes, algo más de lo que tardan hoy- cuando el tren comenzó a dejar atrás la valla del Tercio de Armada, las casas de la barriada Bazán, el Puente de Hierro, atravesando marismas.


En Puerto Real subieron media docena de viajeros que se encontraron con un tren inusitadamente lleno. Lo mismo en El Puerto de Santa María y de allí a Jerez, donde una veintena de pasajeros buscaron sitio en algunos de los vagones.


En total, unas 200 pasajeros en ese tren de la alegría para muchos, del calvario para los que viajaban a la fuerza y hubieran dado un mundo por echar una cabezada que, obviamente, no pudieron echar. Y así salió el convoy hacia su destino, con viajeros de muchos lugares distintos por eso de que en la mili caben todos, cabían a la fuerza y a cada uno llamaban por el nombre de su ciudad, más que por el suyo.


Siete y media de la mañana. Lebrija. Estación de Renfe a las afueras de la ciudad (es ciudad por una equivocación del rey Alfonso XIII, y como los reyes no se equivocan...) El expreso Madrid-Cádiz acaba de pasar con destino a su próxima estación, Jerez de la Frontera. En su interior viajan unas 500 personas, cansadas de un largo viaje que entonces duraba toda una noche.


El Expreso llevaba catorce unidades, incluida la de Correos y el coche-cama que seguía a una potente locomotora Diesel. El ferrobús que había salido pasadas las seis y media de la mañana debía esperar el paso del Expreso en la estación de El Cuervo, como sigue haciéndose en la actualidad debido a que entre Jerez y Utrera, al día de hoy, sigue habiendo una sola vía. Una vez que pasara el tren procedente de Madrid, el ferrobús y sus doscientos pasajeros proseguirían su viaje hacia Sevilla.

A pocos kilómetros
7.36 minutos de la mañana del 21 de julio de 1972. Kilómetro 86,200 de la línea férrea Sevilla- Cádiz. A unos tres kilómetros de la antigua estación de El Cuervo y a siete de la de Lebrija, en una curva existente entre las fincas Quincena y Junquera.


Se respira la paz en una jornada que en aquellos tiempos era laborable a tiempo completo. Aprovechando el frescor de la mañana, varias cuadrillas de remolacheros haacían su trabajo a destajo, antes de que el sol subiera, hoz en la mano, pelando el tubérculo y apilándolo al lado del surco para luego lanzarlo sobre el remolque que lo iría recogiendo con una cadencia dependiente por la rapidez de los trabajadores.


Entonces la recogida de la remolacha -antes de entrar las máquinas- era un trabajo social, como la recogida del algodón prácticamente seguida, de forma que familias enteras tenían trabajo en el campo durante el buen tiempo, que era mucho tiempo.


La quietud en el campo, sólo interrumpida por alguna conversación a ritmo de trabajo, era proverbial y las expectativas estaban puestas en terminar una nueva jornada y descansar el domingo, que lo mismo no descansaban porque cuando llegaba la faena agrícola había que aprovecharla, por eso de que el fruto del campo no se sabe el comienzo del Génesis y el descanso del jornalero no es recuperable.

El accidente
El silencio de la campiña se vio sorprendido por un estruendo, como si se hubiera estrellado un avión. Tras los primeros segundos de estupor y de miedo, todos giraron sus cabezas hacia la vía del tren y salieron corriendo hacia lo alto de la loma para ver qué había ocurrido. Lo que vieron, no lo han olvidado. Al menos los que sobreviven.


El ferrobús que debía haber esperado el paso del Expreso en la estación de El Cuervo había seguido su camino avanzando a toda velocidad en dirección a Lebrija, desde donde avanzaba a su encuentro el tren Expreso, también a toda velocidad con la confianza de que el camino estaba expedito hasta Jerez.


Los dos maquinistas vieron mutuamente la cabeza del tren contrario al salir el Expreso de una curva, de forma que el frenazo de los dos convoyes fue insuficiente para evitar el impacto. El Expreso, con toda su envergadura, arrasó al ferrobús saliendo ambos de la vía.


Los tres primeros vagones del ferrobús se encogieron como un acordeón contra la potente máquina Diesel, que a pesar del choque siguió avanzando casi trescientos metros arrastrando el amasijo de hierros en que se iba convirtiendo cada vez más el tren de media distancia.

El mismo infierno
Cuando los dos trenes se quedaron parados, el ferrobús estaba sobre la máquina del Expreso, los tres primeros vagones como si fueran uno solo, y dentro ellos decenas de cadáveres aprisionados entre hierros que ni siquiera se habían enterado de lo ocurrido, tal fue la violencia del choque.


Los remolacheros se lanzaron en tropel hacia el lugar del accidente -los que no estaban agarrotados por el pánico- y los viajeros del Expreso salieron a auxiliar a los del ferrobús, después de haber visto pasar por las ventanillas cadáveres volando en el ranscurso de esos casi trescientos metros interminables que el Expreso arrastró al otro tren.


A partir de ahí, nadie ha sido capaz de narrar lo ocurrido. Sólo testimonios aislados, retazos de la tragedia se han ido uniendo en la memoria colectiva, en la reconstrucción técnica del segundo mayor accidente de tren reconocido en la historia de España.


El resultado de esa fatídica mañana fue de 76 personas muertas -26 de ellos infantes de marina con base en el Tercio de Armada de San Fernando y nueve jerezanos, tres de ellos de una misma familia- más otra persona que murió a los dos días víctima de las heridas. De los muertos, sólo dos eran viajeros del Expreso.


Un total de 106 heridos fueron distribuido por los hospitales de Cádiz, Jerez , Hospital Naval de San Carlos en San Fernando y el hospital militar de la base Naval de Rota.


Lo curioso de todo esto, es que cuando ocurrió el accidente, los gaditanos llevaban cuarenta años reivindicando una doble vía desde Cádiz a Sevilla. Hoy, cuarenta años más tarde, los trabajos están terminados en muchos tramos pero la doble vía sigue sin estar operativa. Y a tenor de los recortes en obra pública, tardarán varios años en ponerse en uso.

Un amasijo de cuerpos entre los hierros retorcidos del tren

Los pasajeros del Expreso e incluso los que se salvaron del ferrobús, junto a los remolacheros, fueron los primeros en comenzar a auxiliar a las víctimas, en las más de las ocasiones sin saber por dónde empezar porque estaban aprisionadas por los hierros retorcidos del tren.

Pero en la central de Sevilla, desde el mismo momento en que el maquinista del ferrobús se saltó la luz roja y el Expreso salió de la estación de Lebrija, sabían que el choque era inevitable, de ahí que los socorros comenzaran a llegar en un tiempo récord para aquellos años.

Efectivos de la Cruz Roja, quince helicópteros de la base Naval de Rota cuyo papel fue determinante habida cuenta de que al lugar del accidente sólo era posible acceder a través de caminos rurales y en los últimos cientos de metros a campo a través o por el carril de servicio de la línea férrea, además de la Policía Armada (ahora Cuerpo Nacional de Policía), Guardia Civil y fuerzas de la Marina, comenzaron a organizar el desconcierto inicial y a evacuar a los heridos, que rápidamente eran trasladados a los hospitales cercanos.


Los muertos, que iban saliendo más lentamente, fueron trasladados a la vecina localida de Lebrija en camiones de la Marina, siendo depositados en la iglesia parroquial Nuestra Señora de la Oliva, en el Patio de los Naranjos que había sido tratado con líquidos para ralentizar la descomposición de los cuerpos que tenían que ser identificados antes de depositarlos en los ataudes y entregarlos a sus familiares.

Hasta las siete de la tarde de ese día no consiguieron sacar el último de los cadáveres, el de una mujer decapitada entre los hierros. A partir de ahí comenzaron otros trabajos con el fin de despejar la vía y posibilitar el tráfico ferroviario, lo que se consiguió al día siguiente con un tren grúa especial.

Renfe recortaba personal y no lo suplía con medios técnicos

La Población Militar de San Carlos estaba de luto en la jornada del 22 de julio de 1972, tal día como hoy cuarenta años atrás, por la pérdida de 26 infantes de marina en el trágico accidente del día anterior. Pero el corazón del estamento militar no estaba en La Isla, sino a sesenta kilómetros, en Lebrija, la primera población de la provincia de Cádiz a donde fueron trasladados los cadáveres de las 76 personas fallecidas a causa del choque del Expreso Madrid-Cádiz y el ferrobús Cádiz-Sevilla.


Nunca se vio una manifestación de duelo mayor en una población multiplicada con las miles de personas que llegaron de otras poblaciones y de otros lugares de España para recoger los cadáveres de sus familiares.


La calle era un silencio absoluto en la pequeña plaza de la parroquia de Nuestra Señora de la Oliva, llena de coches fúnebres, civiles y militares, dispuestos para llevarse los restos mortales, unos a sus puntos de destino y otros al cementerio local, donde serían recibirían sepultura una vez finalizado el ceremonial.


A las diez de la mañana de ese 22 de julio se celebró el funeral oficiado por el obispo de Sevilla, monseñor Montero Moreno. La Marina, una de las grandes damnificadas, obviamente presidía la ceremonia religiosa en la persona del capitán general de la Zona Marítima del Estrecho de la época, almirante Pery Junquera.

Entre las autoridades estaban el general segundo jefe de la Región Aérea, Serrano de Pablo; el gobernador militar de Cádiz, general García de Carellá que representaba al capitán general de la Segunda Región Militar; el general Molina, gobernador militar acccidental de Sevilla; el general de la Infantería de Marina; general de la XXII División Motorizada de Jerez, otros generales y jefes y oficiales y representaciones de los tres Ejércitos y de la Guardia Civil.


Por parte civil, la presidencia la ostentaba el gobernador civil y jefe provincial del Movimiento de Sevilla, Muñoz-González, en unión del de Cádiz. También estaban los presidentes de las diputaciones de Sevilla y Cádiz y una representación de los ayuntamientos de Lebrija, San Fernando, Jerez, Rota, Los Palacios, Cádiz y otros pueblos sevillanos.


Los féretros fueron saliendo de uno en uno a hombros de marineros, familiares y voluntarios y trasladados al cementerio de Lebrija, donde quedaron veintiocho cadáveres, seis de ellos sin identificar. Una placa en el viejo cementerio delata el lugar en el que están enterrados.
En el cementerio de Jerez recibieron sepultura las nueve personas fallecidas. Cadáveres de los infantes fueron trasladados a San Fernando, mientras que otros partieron directamente para sus poblaciones de origen.

La investigación
A partir de ahí, sin los cuerpos de las víctimas presentes, comenzaron las preguntas y respuestas a lo que había ocurrido. El informe oficial de Renfe no ofrecía duda alguna de que se había tratado de un “fallo humano”, además de incluir una buena dosis de literatura sobre las virtudes de sus sistemas técnicos y la formación y evaluación continua de su personal.


Tras las inspecciones en el lugar de los hechos, los técnicos dejaron escrito que el tren ferrobús se estacionó en la vía de andén de la estación de El Cuervo, quedando la vía general y las agujas de dicha estación dispuestas para el paso por la misma del Expreso.


El tren ferrobús, que efectuó una parada de un minuto, se puso en marcha en dirección a Lebrija, forzando e inutilizando el cambio de salida que estaba dispuesto para la vía general. La salida del ferrobús se produjo cuando ya había pasado por Lebrija el tren Expreso.


Las características del Control de Tráfico Centralizado (CTC), con estación de mando en la estación de Sevilla-San Bernardo, obligan a que la señal de salida de El Cuervo estuviera en posición de alto, no sólo porque el tren expreso estaba pisando la vía entre ambas estaciones, sino porque además, el cambio de salida de esta vía de andén, donde estaba estacionado el ferrobús, no estaba dispuesto para su salida.

Y todo eso se estaba observando desde el CTC de Sevilla, de ahí que supieran algunos minutos antes de la inminencia de un accidente y de que se pusieran en alerta todos los sistemas de emergencia con tanta celeridad. Celeridad que a buen seguro salvó algunas vidas de entre los heridos.


Otro dato que quedaba aclarado con los informes y que fue motivo de controversia por las publicaciones en la prensa, era la velocidad a la que circulaba el Expreso de Madrid, del que en algunas informaciones se hablaba de que podía ir a 140 kilómetros por hora, una velocidad excesivamente elevada para aquellos tiempos.


La cinta registradora de la velocidad de la locomotora Diesel 2118, que tenía una velocidad máxima de 100 kilómetros por hora, iba por debajo de esa velocidad al ir saliendo de una curva. A eso se une la acción de los frenos de urgencia, por lo que las conclusiones fueron que la locomotora circulaba a 78 kilómetros por hora cuando impactó frontalmente con el ferrobús.


Sin embargo, en el debate posterior de los técnicos sí quedaron claras algunas apreciaciones que responsabilizaban, si no del accidente en cuestión, sí de posibles riesgos a Renfe, la empresa estatal que el año antes había alardeado de unos grandes resultados aguados por otro accidente del Talgo en Marmolejo. Coincidía además, con el treinta aniversario de la empresa como tal, avinagrado con el siniestro.


Lo que se criticaba era la política de Renfe de disminuir personal, no supliendo esa disminución con nuevos medios técnicos. Por ejemplo, un repetidor de señales en la cabida, de forma que si el conductor no se percata, reciba el aviso mucho más próximo.


Esa disminución de personal la había sufrido el ferrobús siniestrado, que desde el día 16 de ese mes de julio de 1972 no llevaba a bordo jefe de tren, por lo que toda la responsabilidad caía sobre el conductor. En el caso de este accidente, el conductor fue el primero en morir.

 

Aquella España: Desde la odisea de ‘El Lute’ a las revueltas universitarias

El accidente acalló toda actualidad de aquellos días. La opinión pública había estado centrada en las peripecias de ‘El Lute’, que había sido localizado junto a su hermano (ambos heridos) en Alcalá de Guadaira; en las algaradas de los universitarios, que estaban siendo respondidas “con mano dura” por parte del Gobierno e incluso en la llegada de una estación espacial soviética a Venus.

Las portadas de los periódicos se llenaron con el segundo accidente ferroviario más importante de la historia. El más importante, con alrededor de 500 muertos, tuvo lugar el 3 de enero de 1944 a la salida de la estación leonesa de Torre del Bierzo, cuando el correo expreso 421 de Madrid a Galicia, repleto de viajeros, chocó contra una locomotora en maniobras. El Régimen franquista lo silenció hasta que Renfe reconoció 78 muertos.

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