Varias incógnitas surgen alrededor del hecho acaecido el pasado martes en el templo de San José de la Rábita, unas son de carácter eminentemente técnico, otras de alcance algo más espiritual. ¿Por qué se hundió una cubierta que había sido revisada y retejada hace tan sólo dos años? ¿Qué factores han incidido en el desplome de esta parte del edificio? Cómo suele ocurrir en estos casos, la trascendencia del suceso queda minimizada cuando se considera el alcance trágico al que pudo llegar, si el desplome se hubiese producido cuatro días antes, cuando, curiosidades del destino, exactamente a la misma hora del hundimiento -las ocho de la tarde- se celebraba el último acto religioso en el recinto sagrado, una misa que reunió entorno a una decena de personas, aunque a veces este número se elevaba fácilmente hasta la veintena.
En el plano técnico, la causa exacta hay que buscarla en el hundimiento de la crujía central, lo que desencadenó que toda la estructura cediera, por el peso, viniéndose abajo. La de hace dos años no era, ni mucho menos, la primera intervención a la que se sometía la cubierta, aunque sí llama la atención que el suceso se haya producido en un espacio de tiempo tan corto después de esta última adecuación. La antigüedad de las vigas, y el inexorable efecto del paso del tiempo quedan, por tanto, como explicaciones necesarias a lo sucedido.
Dominga Arenas, la vecina de San José encargada del cuidado de la iglesia, nos cuenta, de primera mano, la experiencia vivida aquella tarde: "Entré como cada día a las siete y media, para limpiar la iglesia, era la tarde del martes. Estando dentro de la iglesia, llamé a unas amigas mías que había en la puerta, y les dije que vinieran a ver varias placas que se habían desplomado un poco de estos días en que llovió mucho. De hecho, después de esas lluvias entré a la iglesia y saqué dos cubetas de agua, cosa que me extrañó mucho porque el año pasado no había entrado ni una gota, ya que el tejado estaba nuevo. Hace dos años que se había hecho la obra, nosotros pusimos los materiales y el Ayuntamiento había puesto la mano de obra. Estuvo un albañil durante más de un mes poniendo teja por teja. Al final todo parecía haber quedado perfecto y estábamos tan contentos con nuestra iglesia. Cuando salí en la noche del martes, poco después de las siete y media, sentía crujir. Las amigas me decían: Dominga, se siente crujir, ¿habrá ratas? Justo después de salir, sentí un fuerte golpe y volví a mirar por si se había caído alguna placa. Sólo vi unos pequeños terrones caídos, pero nada más. Pero cuando me fui para abajo, un poquito, para andar con mis amigas, siendo las ocho en punto, se cayó todo el techo de cuajo. Subió una enorme polvareda hacia el cielo, y mi marido, que estaba en casa, verdaderamente se descompuso. Me había oído en la iglesia instantes antes y pensaba que me había hecho papilla. Minutos después fue mi propio marido el que me dijo que se había caído la iglesia".
El cielo abierto queda ahora sobre la planta del templo de los siglos XVII y XVIII, que presenta inevitablemente un aspecto de pura devastación. En medio del desastre de vigas, tejas y cascotes, varias toneladas de escombro esparcidas sobre el espacio rectangular, surgen, por último, las postreras dudas también de complicada resolución. Las imágenes del interior del templo sufrieron, en todos los casos, daños muy menores. Un Cristo Crucificado aparece como la talla más damnificada, pero sorprende, sin embargo, el estado casi indemne de cuatro figuras de vírgenes y santos, casi milagrosamente salvadas del tremendo desplome. "¿Qué cosa más curiosa, verdad?", nos reconoce Dominga, mientras señala las bellas tallas sacadas bajo el derrumbe y alineadas en una antesala del templo, figuras de escayola, frágiles por tanto, pero salvadas del extraño hundimiento que sobrevino, de forma tan inesperada, en la noche del martes.