Hasta ahora la visión que teníamos del pintor Bartolomé Esteban Murillo era exterior, contemplada desde fuera. A partir del nuevo libro de Benito Navarrete Prieto, Murillo y las metáforas de la imagen (Madrid, 2017), podemos decir que conocemos el extraordinario mundo pictórico del artista sevillano desde dentro, o sea, desde el punto de vista de su interioridad; en otras palabras, en lo profundo de su arte. La ingeniosa idea de Eugenio D’Ors de que hay dos Murillos, el de Sevilla y el de Múnich que venía a ser el correlato del juicio de los clásicos de nuestra historiografía artística cuando hablaban de un pintor del cielo y otro de la tierra, falseaba el concepto de Murillo, pues desde su primera época ya aparecen niños y mendigos en los lienzos del claustro chico de San Francisco a la par que éxtasis, levitaciones y celestiales rompimientos de gloria.
Murillo será siempre el mismo pintor desde los comienzos hasta el final de su carrera, por más que necesariamente se la divida en distintas etapas. En este sentido, resultaría absurdo que su interpretación se disputara entre aristotélicos y neoplatónicos, ya que todo su misterio consiste en el sabio uso de lo que Octavio Paz llamó “las trampas de la fe” al tratar de Sor Juana Inés de la Cruz. Murillo, perfecto conocedor de la técnica pictórica y de los recursos de la imagen, sabe introducir al espectador tanto en el vulgar instante de la vida cotidiana como en la escena mística porque sus personajes se comunican con el lenguaje de los gestos y su penetrante mirada.
De la construcción de esas imágenes que subyugan e inculcan sus modelos en el imaginario colectivo nos informa con inteligencia este hermoso libro, donde se nos muestra en qué manera el éxito de Murillo en su época y la posteridad se debe al conocimiento que tenía el pintor de los recursos empáticos de la imagen y su poder intensificador de la vida por medio de símbolos o meros objetos reales, fácilmente reconocibles, que propician una placentera experiencia estética. El aura de su obra y la presencia de su estilo a través de originales, copias, réplicas, estampas y reproducciones diversas se debe a una presencia que se alarga con la distancia y se prolonga en el tiempo.
La imagen recurrente de sus Inmaculadas y sus Vírgenes con el Niño atraen y seducen universalmente con sus miradas lo mismo que persuadieron a sus promotores en el siglo XVII. Murillo, “aunque no pueda compararse con un Velázquez”, como dijera el profesor Angulo, le queda a muy poca distancia si lo expresamos en prosaicos términos comparativos. Desde ahora hay que reconocer en el libro de Benito Navarrete un antes y un después en la comprensión de la pintura sevillana del Siglo de Oro, así como una reflexión profunda sobre las metáforas de la imagen a la altura de nuestro tiempo, perfecto corolario de la magnífica exposición que se exhibe en el antiguo convento de Santa Clara.