Llámenlo como deseen, capitalismo, liberalismo económico, mercantilismo… sea como sea, lo que no cabe duda es que este sistema triunfa pero no termina de convencer a todos. Y no será por el empeño que se pone en demostrar constantemente que vivimos en el mejor mundo posible, en avalar el maravilloso progreso del siglo XXI a través de números: mejora de las estadísticas de violencia, de prosperidad económica, de reducción de la pobreza ,… datos, datos, datos,… hay una especie de necesidad de reafirmación constante ¿Por qué será? El sistema ha sido lo suficientemente inteligente para eliminar al único enemigo que le quedaba en pie: el pensamiento crítico.
Y para eso ha ido desarrollando un entramado de conexiones, de sinergias, de instrumentos sutiles de precisión con el fin de hacer desaparecer el pensamiento crítico sin que nadie lo eche en falta. Y entre estos instrumentos han logrado imponer la estadística como el aliado más efectivo de todos. La estadística ha pasado de ser un medio que servía de apoyo para completar una visión genérica de la población, a convertirse en un fin en sí misma.
El sistema se ha encargado de sacralizar la estadística y la presenta como la piedra filosofal desde la que se toman todas las decisiones, reduciendo los elementos más importantes de nuestra vida a números y porcentajes que se exhiben como indiscutibles, es la dictadura de la cuantificación que ha eliminado la capacidad de reflexión. Frente al dato no hay respuesta posible, frente a la estadística no hay argumentos que valgan, no es necesario pensar, la evidencia matemática se impone sin necesidad de debate. Los números dictaminan los programas de televisión a emitir, los influencers a seguir, los libros que tenemos que leer, los pasos que tenemos que andar, las comidas que tenemos que realizar… cercenando el lado cualitativo del ser humano. A la vez, para darle la puntilla al pensamiento crítico, se ha acudido al polo opuesto de la parte racional del ser humano: el lado emocional.
Y se ha logrado imponer una dictadura de las emociones bajo el amparo de una felicidad mercantilizada. Para librarse del sesgo “inmoral” de ese hiper-consumo material, esa acumulación innecesaria que provocaba el desgaste del planeta, el sistema ha traspasado el foco al consumo emocional, a la búsqueda de píldoras emocionales accesibles y ligeras que se distribuyen en forma de “tendencias”. Ahora lo que se consume y se potencia son las “experiencias”, las sensaciones, y se publicitan como si fuesen una fábrica de recuerdos para toda la vida. Se juega con el lado emocional del ser humano.
Y por si no tuviéramos suficiente con ser unos drogodependientes emocionales que no paran de consumir experiencias el sistema presenta a personas excepcionales como modelo a seguir generando dosis de insatisfacción constantes y provocando que la gente se olvide y hasta falsifique su identidad real, desdeñando sus propias circunstancias. Al creerse las circunstancias virtuales como reales, el sujeto entra en una dinámica de hiperactividad donde trata de hacer dos cosas: dar lo mejor de sí en cada cosa que hace (índice de productividad) y sacar el máximo provecho a todo. De modo que estamos sustituyendo la cualidad humana (humanismo) por la cantidad de productividad que generamos y reemplazando la vida contemplativa por la vida activa, no dejando espacio para el deleite, el gozo o el reposo. Es urgente rescatar al pensamiento crítico. Si queremos recuperar el aliento hay que reconquistar las raíces, es inaplazable restablecerse el concepto de cercanía, de proximidad y empezar a conocer y a reconocernos en lo cotidiano.