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Buena persona

Lo mejor del detalle de Rodríguez no ha sido dirigirse a un adversario de forma honrada y honrosa, sino su acierto a la hora de dinamitar tantos prejuicios

  • Alfonso Candón. -

Sostiene Ryszard Kapuscinski que “para ser buen periodista hay que ser buena persona”, y me pregunto si esa misma afirmación sirve para otro tipo de profesiones, además de para que muchos de ustedes eliminen del tablero a determinados profesionales de los medios. Supongo que no encontrarán correlación directa entre un concepto y el otro al pensar en el dueño de un banco, o en el de una empresa contaminante, incluso en el de un futbolista. La cuestión, ahora, es si podemos aplicarla, o convendría aplicarla, al mundo de la política.

¿Para ser buen político, hay que ser buena persona? Tal vez haya otras muchas cualidades que convendría citar antes que la de ser buena persona, caso de inteligente, comprometido, cumplidor..., pero sin duda se hace imprescindible para generar cierto sentido de la confianza, incluso para acercar posturas.

Lo ha puesto de manifiesto esta semana el diputado de Podemos, Alberto Rodríguez, quien aprovechó su turno en la tribuna de oradores para dirigirse al diputado popular, Alfonso Candón, y agradecerle su labor en el Congreso, ahora que deberá abandonar su escaño para asumir el de parlamentario andaluz. Dijo Rodríguez con su inconfudible acento canario: “Es usted una buena persona”, y lo dijo consciente de que su comentario quedaría grabado en el diario de sesiones y por las cámaras de televisión, y que, quién sabe, a lo mejor tendría que arrepentirse en el futuro, o se encontraría con alguien que se lo echase en cara, pero prefirió hacer gala de un ejercicio de sinceridad y generosidad para con quien ahora abandona el hemiciclo, por mucho que represente a unas siglas que están en el polo opuesto de su partido.

La escena ha resultado entrañable y ha deparado muchos comentarios, en su mayor parte favorables al gesto del diputado de Podemos, e incluso ha abierto el debate en torno al hecho de si la frase se habría producido también a la inversa; es decir, un diputado del PP reconociendo abiertamente su afecto personal por otro de Podemos. En realidad, el auténtico discurso de fondo tiene más que ver con los prejuicios que con el talante de Alberto Rodríguez. ¿O no lo recuerdan? Rodríguez es el diputado de las rastas, el que parece salido de un póster de Bob Marley, o de una tienda de campaña en mitad de un parque, el que no lleva corbata, con el que tantos se llevaron las manos a la cabeza la primera vez que lo vieron tomar posesión de su escaño o, simplemente, con el que no dudaron en pronunciar :“pero qué vergüenza”. También Podemos, en ese momento, en un alarde de falsa autenticidad, como se ha demostrado más tarde, reivindicó aquello de que por fin entraba en el Congreso “la gente de la calle”, para delimitar asimismo su propio territorio de prejuicios.

En este sentido, lo mejor del detalle de Rodríguez no ha sido el hecho de dirigirse a un adversario político de forma honrada y honrosa, sino su inesperado acierto a la hora de dinamitar todos los prejuicios y estereotipos que solemos atribuir a uno y otro partido, a uno y otro diputado, por el mero hecho de responder a unas siglas o vestir según su costumbre, como si eso les incapacitara no solo como políticos, sino como personas.

El mismo líder del partido de Alberto Rodríguez, la noche de las elecciones andaluzas, jugó a ese reduccionismo alentando contra un escenario político que era consecuencia de los 400.000 votos obtenidos por Vox en Andalucía, lo que, por equiparación, convertía en fascistas a todos los que habían dado su voto a un partido del que la mayoría hasta desconocía al candidato, lo cual no dejaba de ser tanto mérito propio, como demérito de los que habían propiciado su auge. Frente a esa postura, en lo que yo sí confío es en que muchos de los que han votado a Vox sean los primeros en salir a las calles, si hay que salir, en el momento en que pretendan poner en marcha iniciativas políticas que se salgan del marco constitucional y del sentido común.

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