La vida está llena de imprevistos. Son incontrolables y llegan cuando menos te lo esperas, como el payaso Pennywise escondido entre las sombras; y agujereándote de distinta forma, ya sea con facturas o con daños irreparables, como si alguien disfrutara haciendo vudú con una réplica de trapo de cada uno de nosotros. La lavadora que deja de funcionar, el manguito del coche, las tuberías del vecino, un diagnóstico médico, la gota fría, un despido, esa llamada de teléfono... Como dijo John Lennon, “la vida es todo eso que pasa mientras seguimos haciendo nuestros planes”, y está llena de imprevistos, que es una de esas palabras que suenan recubiertas de contrariedad desde el mismo prefijo.
Los que se dedican a la política han padecido también sus consecuencias, aunque en su caso los encuentren anunciados en la portada de algún periódico -hasta Felipe González dijo que se había enterado de lo de los GAL por la prensa-. Gobernar supone saber hacer frente a cada uno de ellos, y también deben surgir a diario, pero los más dañinos, y también los más temidos, son los que hacen blanco directamente en la estabilidad de un ejecutivo, como un torpedo lanzado desde territorio desconocido: nadie lo ve venir y, de pronto, saltan las alarmas en mitad de la noche. La historia de nuestra joven democracia está llena de gobiernos estables que han entrado en barrena por culpa de un imprevisto.
El Gobierno andaluz ha tenido que afrontar uno tremendo con la crisis de la listeriosis, en pleno agosto además. Un auténtico test de estrés del que le está costando salir airoso, pese al empeño y la voluntad por reconducir la situación desde una rigurosidad, a veces extralimitada, pero que parte de dos evidencias ya contrastadas: falló el proceso de autocontrol de la empresa Magrudis y también el sistema de verificación público. La sensación, en todo caso, es que una vez superada la alarma todavía quedará por delante una labor importante para evitar nuevas fugas en el control alimentario y, por supuesto, para recuperar la imagen de un sector cárnico tambaleado por el recelo ocasionado entre los consumidores, así como la de la propia marca Andalucía de cara al exterior.
Le ha pasado también al gobierno local de Jerez, aunque en su caso no esté en juego la salud de la población, sino el futuro de la repercusión económica de la celebración del Mundial de Motos en el Circuito, de la que también se benefician otros municipios de la provincia. El titular saltaba este viernes desde Italia, donde Carmelo Ezpeleta, máximo responsable de Dorna, organizadora del Mundial de Motociclismo, confirmaba que a partir de 2022 España sólo acogerá dos pruebas del campeonato en vez de las cuatro actuales, y que la solución prevista pasaba por hacer rotar las sedes actuales cada año, de manera que el Circuito de Jerez sólo acogería las carreras uno de cada dos.
Todo, obviamente, se reduce a una cuestión económica. Business is business: más pruebas, más destinos, más ingresos. Y siempre al mejor postor. Lo que nos están diciendo, lo que le están diciendo al Ayuntamiento y a Cirjesa, es que los galones no cotizan: la prueba del Circuito de Jerez puede ser -de hecho lo es- una de las mejores del calendario -lo dicen pilotos y aficionados-, pero, en este momento, eso sólo sirve para que saquemos brillo a los recuerdos acumulados en el Museo del Motor.
¿Un negocio basado en una decisión salomónica?, ¿rotar para que todos puedan seguir ganando cuando el que tiene más interés en ganar es quien organiza? Más bien parece un plan b frente a una puja desierta: no se trata de evitar qué dedo de la mano me corto que me duela menos, porque, de ser así, y no es una cuestión de narcisismo, el Circuito de Jerez tendría garantizada su continuidad, y dudo que Dorna tuviera dudas en saber qué dedo cortarse, sino de ir tanteando el terreno de cara a 2021.
No es un imprevisto como otro cualquiera; más bien una prueba de riesgo en la que van a sobrar las palabras bienintencionadas, los golpes de pecho y los que se ponen de perfil. Ojalá sólo sirvieran nuestras razones.