Abderrahmane Tahiri, conocido como Mohamed Achraf, ingresó por primera vez en prisión como delincuente común a finales de los noventa. Cuando volvió a dar con sus huesos en la cárcel, en 2008, había hechos suyas las actitudes y creencias del salafismo más violento, había organizado un grupo yihadista en diversos centros penitenciarios y había proyectado un atentado con un camión bomba contra las instalaciones de la Audiencia Nacional en Madrid.
Las prisiones no aparecían entre los ámbitos de radicalización entre 1995 y 2003, tal y como señala el estudio del Real Instituto Elcano dirigido por Fernando Reinares en noviembre de 2018. Pero la detención de Tahiri, en el marco de una operación policial ocho meses después del 11-M, puso de manifiesto que las cárceles estaban jugando ya un papel fundamental en el adoctrinamiento en el yihadismo, hasta el punto de que el 30% de los detenidos o fallecidos entre 2004 y 2011 se radicalizaron mientras permanecía privados de libertad. Instituciones Penitenciarias (IIPP) elaboró un plan específico de prevención en 2014, que se concretó en un programa marco de intervención en 2016.
Actualmente en fase de evaluación, ha sido imposible obtener valoración oficial. No obstante, todo parece indicar que los resultados son discretos. Teniendo en cuenta que hay 250 internos relacionados con este tipo de terrorismo, solo se han acogido, de manera voluntaria, 27 presos en todo el territorio nacional. De ellos, diez en Puerto I, cuatro en 2017 y otros seis en 2018 (dos, según el Ministerio del Interior, continúan en la actualidad). La provincia contaba en 2019 con 17 terroristas islámicos entre rejas, nueve, precisamente en Puerto I, seis en Puerto III y dos en Botafuegos.
“Es pronto para comprobar el resultado a largo plazo, pero las evidencias que existen no son nada halagüeñas”, advierte Carlos Igualada, director del Observatorio Internacional de Estudios Sobre Terrorismo (OIET). Y apunta que “la oleada de ataques que estamos sufriendo es alarmante por la alta frecuencia con la que estos se están dando y la relación que mantienen con los entornos penitenciarios y porque pone en evidencia que los programas de prevención del radicalismo y los de desradicalización no están funcionando como debieran”. Hasta el punto, remarca, que “una gran parte de los atentados cometidos en los últimos meses mantienen una estrecha relación con el entorno (carcelario), ya sea porque han sido cometidos por presos que han cumplido ya condena por delitos relacionados con el yihadismo o porque estos ataques se han dado dentro de estas prisiones”. Basta recordar que en marzo 2019 la Policía gala redujo y detuvo a un recluso radicalizado que apuñaló a dos guardas y se atrincheró en una estancia del penal de Condé sur Sarthe.
En España, los funcionarios de prisiones no reciben formación específica. El responsable de Instituciones Penitenciarias de CSIF Cádiz, Ángel Luis Perea, confirma que, además, faltan recursos humanos. En la actualidad, existen oficinas de grupos de control de los presos incluidos en el fichero de internos de especial seguimiento (FIES), entre los que se encuentran los vinculados con el terrorismo, con cuatro efectivos. Sin embargo, el trato diario recae sobre personal ordinario de cada módulo, quien da cuenta regularmente sobre el cumplimiento de los principios religiosos o si han observado cambios en la forma de vestir o el aseo de los reos. “No suelen dar problemas”, relata, pero admite la dificultad para llevar a cabo tareas para la que se precisa especialización y más empleados.
Los expertos advierten igualmente del riesgo serio de radicalización de presos no yihadistas. De hecho, Interior contempla la asistencia de estos reclusos. Según los datos facilitados por el secretario general de IIPP, Ángel Luis Ortiz, se registró una intervención de este tipo en Puerto I en 2017 y otros 19 en el resto de España entre 2016 y 2017. “Una de las mayores amenazas a la salida de prisión la representan los delincuentes comunes que han podido” abrazar el extremismo, “sin que ello sea conocido por los funcionarios, dado que estos no recibirán la misma vigilancia que los condenados por yihadismo una vez que pisen la calle”, explica Igualada.
“En prisión se dan todos los ingredientes para que ocurra la radicalización”, añade. El citado informe del Real Instituto Elcano de 2018 asegura que, “en el contexto de las crisis personales a que suele abocar el encarcelamiento, no es infrecuente que el preso busque sentido en la religión y lo haga en relación con la voluntad de redimir una vida de transgresiones, percibidas como pecado de acuerdo con el entendimiento de lo sagrado en su cultura de origen, y la volundad de iniciar una nueva existencia”. Y alerta que, si bien con relación en los procesos de radicalización yihadista, “la religión de referencia es el Islam, pueden darse procesos de conversión en reclusos con antecedentes culturales o familiares de otras tradiciones religiosas”. El riesgo está en que “cabe que conversión o reversión religiosas vengan de la mano de individuos ya radicalizados (...) y aprovechando la debilidad y apertura cognitiva de un determinado recluso (...) lo atraigan hacia una visión excluyente y violenta del credo islámico”.
Ahí entra en juego la determinante asistencia religiosa. El presidente de la Comisión Islámica de España (CIE), Riay Tatary, recuerda que existe un convenio de colaboración con IIPP desde 2007, aunque aclara que “para el diseño y desarrollo de los programas (de IIPP), la Comisión no fue informada ni consultada ni llamada a colaborar”. “Únicamente se considera la labor positiva en el tratamiento de los internos”, explica. Pero, en este sentido, lamenta que la puesta en marcha del acuerdo de cooperación “está muy frenado”, dado que se cuentan doce imames penitenciarios, cuando Tatary considera que serían necesarios 30. Por el contrario, “la Administración catalana tiene ocho para los centros que dependen de ella, teniendo cubierto el servicio de asistencia religiosa”, subraya.
Penas cortas
A todo esto se suma la corta duración de las penas. Está previsto que entre 2019 y 2022 salgan 52 presos yihadistas de las cárceles españolas. “Salvo en raras ocasiones, no se les condena por delitos de integración o colaboración en banda armada u organización o grupo terrorista”, afirma Antonio Guerrero, abogado de la Asociación de Víctimas del Terrorismo (AVT). Lo habitual es que se les condene por enaltecimiento, con penas de uno a tres años; autoadoctrinamiento, delito castigado con dos a cinco años; o adoctrinamiento, con sentencias de entre cinco y diez años de cárcel. Tras estar privados de libertad, indica, se les “intenta expulsar del país”, en virtud al artículo 89 del Código Penal. Pero, el documento de Fernando Reinares alerta de “que estos individuos, pese a haber estado recluidos en centros penitenciarios, pueden reincidir en sus actividades yihadistas”. Y aporta como dato que el 7% de los yihadistas condenados entre 2004 y 2018 eran reincidentes en su implicación tanto en actividades preparatorias como operativas relacionadas con el terrorismo salafista”. Valga de ejemplo Tahiri, quien solo acumuló odio y concluyó en su estancia en la cárcel por preparar una matanza que “España es un país incivilizado e indecente”.