"Diversión, actitud, identidad, variedad y gol". Estas son las cinco virtudes que Víctor Valdés anunció que tendría el Juvenil A del Barcelona que empezó a dirigir a principios de esta temporada. Una declaración de intenciones ilusionante y aún más viniendo del portero más laureado de la historia del club en su regreso a casa.
Asomaba el caluroso verano de 2019 y Valdés (L'Hospitalet de Llobregat, 14 de enero de 1982) volvía a acaparar los focos que tan poco le gustan. Pero los focos se apagaron de nuevo, dos meses y medio después: lo que tardó el Barça en hartarse de él y él del Barça, en otro otoño gris -tan metafórico como real- entre ambas partes.
Ahora, el portero que nunca quiso ser portero, la estrella que detesta la fama, el mito de palmarés inigualable (6 Ligas, 2 Copas del Rey, 6 Supercopas de Españas, 3 Ligas de Campeones, 2 Supercopas de Europa, 2 Mundiales de Clubes y 5 Zamoras con el Barcelona) regresa a los banquillos para dirigir al modesto Horta, que milita en el Grupo V de Tercera División.
Pudo retirarse en el club de su vida para luego convertirse en un técnico de referencia en La Masia, pero a Víctor Valdés nunca le gustó la figura del hijo pródigo.
Su fuerte personalidad, su carácter volcánico y su honestidad brutal para ir siempre de cara sin reparar en daños colaterales encajan mal con las servidumbres a las que te obliga una organización mastodóntica, hiperdimensionada y constantemente expuesta a la opinión pública como el Barça.
En su regreso a casa, el exportero catalán retiró a su equipo de un torneo de verano en Holanda, se quejó públicamente por no poder jugar en el recién estrenado Estadio Johan Cruyff y quiso imponer el sistema, la alineación, la metodología y los horarios de los entrenamientos, como si siguiera en el Juvenil A del Moratalaz, el equipo con el que, unos meses antes, se había estrenado como técnico de forma exitosa.
Una bronca con Patrick Kluivert, que prácticamente acababa de aterrizar como responsable del fútbol formativo del Barcelona, precipitó su salida. Esta vez no se fue sin despedirse; lo echaron. O invitó al club, con su comportamiento, a que tomaran la decisión por él.
Ya en su etapa como jugador anunció, en un escueto comunicado enviado a la Agencia EFE, su decisión de no renovar por el Barcelona año y medio antes de acabar su contrato y sin ningún motivo aparente para no seguir formando parte de la etapa más gloriosa de la historia de la entidad azulgrana. No quería ni despedidas, ni reconocimientos, ni tampoco homenajes.
El infortunio se cebó con él poco después, cuando en un partido de Liga contra el Celta se destrozó la rodilla derecha, frustrando su fichaje millonario por el Mónaco y enviándolo a una dura y solitaria rehabilitación en la fría Augsburgo. Pero aun así no cambió de opinión.
Empeñado en vivir la vida a su manera, y tras un final de carrera que no estuvo a la altura de su hoja de servicios, se retiró sin hacer ruido, hizo desaparecer sus perfiles de las redes sociales y un día apareció, casi sin avisar, en un equipo de un barrio de Madrid para entrenar a un grupo de chavales desde su anhelado anonimato. Justo lo que dijo que le gustaría hacer cuando colgara los guantes.
Y Valdés cumplió con creces. Consiguió que aquellos jóvenes futbolistas firmaran la temporada de sus vidas, logrando el ascenso del Moratalaz a la Nacional Juvenil como campeón de Liga y sumando también el trofeo de campeones de Primera Juvenil al derrotar al todopoderoso Real Madrid.
Cinco años después de su abrupto adiós, el exmeta de L'Hospitalet aterrizaba de nuevo en la Ciudad Deportiva de Sant Joan Despí para descubrir algo que ya sabía: que hay amores que matan y que su felicidad alumbra cuando se apagan las luces. Y eso no lo conseguirá nunca en un club que precisamente presume de ser 'més que un club', por mucho que sea su casa.
Al noreste de la capital catalana, a 8 kilómetros del Camp Nou, le espera el campo municipal del barrio barcelonés de Horta y un equipo de Tercera de esos que apenas ocupan un breve en la información deportiva.
Hasta ahora. Porque Valdés tendrá que asumir, algún día, que las leyendas como él no pueden pasar desapercibidas. Por mucho que insistan en transitar por la penumbra.