La palabra idilio (“breve e intensa relación amorosa”) procede del latín “idillium”, que a su vez la tomó del griego “eidyllion”, cuyo significado era el de “poema breve”. Es la primera palabra que me viene a la mente, como en un concurso de respuesta rápida, cuando pienso en Ciudadanos. La suya con el electorado ha sido una relación intensa, pero también breve, al menos hasta ahora, y condicionada por el peso de la marca y, en ocasiones decisivas, por el capricho de su líder hasta hace menos de un año, cuando se rompió el amor. Es importante tenerlo en cuenta porque de ahí mismo se deriva una influencia decisiva sobre el papel que las agrupaciones locales habían venido desempeñando durante el último lustro, condicionadas siempre por la mayor o menor relevancia de sus siglas en el contexto de la política nacional y autonómica.
Pongamos que hablo de Jerez. En mayo de 2015, Ciudadanos se presentó por primera vez a unas elecciones municipales. Lo hizo con un candidato completamente desconocido que logró casi ocho mil votos y dos concejales para la formación naranja, algo casi inaudito dentro del comportamiento electoral a nivel local -cuatro años antes UPyD intentó lo mismo y quedó reducido a cenizas-, lo que refuerza la trascendencia del impacto liberador -para muchos, emocional- del partido del entonces cautivador Albert Rivera.
En las generales de diciembre de ese mismo año logró más de 18.000 votos en la ciudad, y en la repetición de junio de 2016 un resultado muy similar, que la consolidaba como cuarta fuerza a nivel local. En apenas año y medio después, en las autonómicas, casi alcanzó los 21.000 votos y se convirtió en el partido más votado en Jerez. Un resultado que mejoraría en abril de 2019 con 24.257 en las generales, y 27.058 para su candidato al Senado, Carlos Pérez, por delante de los del PP. El dato y la fecha son esenciales para tratar de entender la trayectoria del partido desde entonces, convencido -en primer lugar, sus dirigentes- de que se había convertido en la gran reina del baile.
Solo un mes después, en las municipales de mayo, el partido apenas supera los once mil votos. Son casi cuatro mil más que en 2015, pero quince mil menos que en abril y con el mismo candidato al frente de las dos listas -datos muy similares a los que el partido volvería a obtener en la repetición de las generales de noviembre-.
Apenas habían pasado cuatro años, pero vertiginosos e intensos, en los que de la ilusión inicial se había pasado a una necesaria estructuración interna que fue minando el romance mediante las primeras luchas de poder, puestas de manifiesto en el proceso de configuración de la candidatura, al que muchos militantes se refieren en este momento como un “auténtico despropósito”, y del que responsabilizan directamente al sanluqueño Sergio Romero, por su apuesta por los independientes.
Hay que entender también la postura de Romero. Por el álgido momento electoral de Cs y por el riesgo que supone para todo partido sentirse “caballo ganador” y tener que combatir a los “intrusos” interesados, pero a nadie escapa que esa intervención en las listas -como en la de las autonómicas- implicaba asimismo la ampliación de su propia red de control del partido frente a un sector crítico que después se la devolvió, a él y a Fran Hervías -entonces secretario nacional de Organización- en el proceso de elección de compromisarios para participar en Madrid en la Asamblea General Extraordinaria.
El resultado fue hasta sonrojante (7-1) y ha hecho crecer las motivaciones de una parte importante de la poca militancia que queda en la ciudad -apenas medio centenar- a la que no le queda más que recurrir a la nueva líder de la formación naranja, la también jerezana Inés Arrimadas, para que, como dicen, “ponga orden” frente a un evidente vacío de poder orgánico que hace imposible dar respuesta a su invitación a la reflexión y la autocrítica y, más aún, a lo que se espera del partido a partir de ahora.