Cuando de historia se trata no basta con contar historias. Quienes se dedican a reconstruir el pasado se encuentran con grandes dificultades para acceder a una información suficiente y veraz para poder, primero, identificar hechos y, posteriormente, analizarlos. Mucho se estudiado la propia historia por parte de la historiografía -conjunto de técnicas y teorías relacionadas con el estudio, el análisis y la manera de interpretar la historia- porque casi siempre los relatos sobre los hechos pasados se hacen a propósito, es decir con intencionalidad y eso desvirtúa lo que se cuenta por estar transido de poca o nula objetividad.
Cuando se accede a un libro de historia que pretende mostrar un determinado periodo histórico, se hace evidente que aparecen nombres, fechas, lugares, fuentes documentales, monumentos, objetos que en su inmensa mayoría se relacionan con quienes detentaban el poder en ese periodo.
Se está acostumbrado a que se confiera el status de materia histórica a los relatos relacionados con el poder o la notoriedad. Biografías de grandes personajes de la historia o estudios sobre monumentos, ciudades, obras públicas, inventos, quedan sesgados por la dificultad de acceder a investigar fuentes perdidas en el tiempo, informaciones que al no quedar recogidas en anales protegidos, archivados, se han perdido. ¿Quién puede recoger testimonios orales de las personas que poblaban una aldea, arrasada por cualquiera de los ejércitos que han existido?, o de aquellas personas que trabajaron, muchas hasta la muerte, en las obras faraónicas que actualmente pueden ser visitadas, o al menos estudiadas. Los millones y millones de seres humanos que han construido todo lo conocido son ignorados en la inmensa mayoría de los libros de historia. Porque quienes investigan, en el mejor de los casos, utilizan las fuentes a las que les es posible acceder. Y ¿Quién se ha dedicado a custodiar esas fuentes? La inmensa mayoría de las veces quienes tenían poder para hacerlo. Las grandes figuras de la historia. Las grandes bibliotecas, museos, colecciones privadas de fundaciones o familias adineradas.
Quien indaga en las vidas y los hechos de esos poderosos acaban, frecuentemente, contando “anécdotas” de esas grandezas. Trasmitiendo, algunas veces queriendo otras sin pretenderlo, una imagen positiva de quienes han detentado el poder. Sin que quienes acceden al relato puedan percibir la enorme amargura que todo poder ha generado. La Historia, cuando se ocupa de la vida de esas “grandezas”, oculta sus miserias y sobre todo la inmensa vergüenza de haber ordenado genocidios, ríos de sangre vertidos por los pueblos para su mayor gloria; ya sea en campos de batalla o explotados: cultivando la tierra, trabajando en minas, fábricas o construcciones civiles, militares o religiosas…
Los “buenos reyes” nunca existieron, porque todos sin excepción forjaron su grandeza a base de ordenar las matanzas de decenas de miles de seres humanos en los campos de batalla y otras “grandes realizaciones” de sus reinados. Y la historia lo cuenta como si el gran personaje hubiera, él sólo, construido todo o realizado todo. Creando en el imaginario colectivo la idea de seres “cuasi divinos” que hicieron mucho bien a la “patria”, cuando ninguno de ellos podía ir más allá de su ambición y ego.
Cuando se lee la historia conviene hacerse la pregunta de ¿Dónde estaba y como vivía el pueblo? ¿Cuánta muerte y desgracias produjeron?, así esas “grande figuras de la historia acaban empequeñeciéndose hasta quedar a la altura de “grandes asesinos”.
Fdo Rafael Fenoy