VERÓNICA MEDINA (JAÉN, 1974) PERDIÓ A SU MADRE, AURORA CORNEJO, a los 82 años, por Covid-19, el pasado mes de noviembre, una situación que recuerda como “extremadamente dura, no sólo por la muerte en sí, sino por el proceso vivido”. Su madre ingresó en la residencia ‘Caridad y Consolación’ de la capital en agosto de 2020 y cuando se detectó un brote de contagio por la infección de un trabajador, decidió dar todos los pasos para derivarla al hospital.
No fue tarea fácil. Se decidió ante la “falta de información” que le facilitaban. “Nos dijeron que había un grupo burbuja. En septiembre, la dirección permitió cambios entre los trabajadores. Uno de ellos entró el virus y de 130 mayores, se contagiaron 115”, recuerda, sin olvidar la muerte de más de 30 residentes. Su madre dio positivo el 15 de octubre. “Ella y otros usuarios convivían en un espacio sin ventilar, sin mascarilla y sin distancia”, denuncia.
Ingresó con problemas de movilidad física, pero día a día detectó que “a nivel neurológico no era ella”. Recuerda: “En la residencia me dijeron que era asintomática, cuando yo ya había detectado síntomas cognitivos. También tosía muchísimo”. Sintió miedo y decidió solicitar la salida. “Hablé con un abogado y conseguí que la residencia autorizara la salida, que llamaran a una ambulancia y la derivaran al hospital.
Fue el 18 de octubre. Entró en estado comatoso, con neumonía bilateral y afectación renal. La médico de Urgencias me dijo que esa noche, posiblemente, se moriría”, rememora. Aurora estuvo ingresada en la 5ª planta del hospital Médico-Quirúrgico hasta el 6 de noviembre, día que murió, y Verónica decidió vivir el proceso con ella. “Me quedé aislada con mi madre en la habitación. Estuve con ella 12 días, hasta que entró en un coma irreversible. Llegó deshidratada, desnutrida, con escaras, en muy malas condiciones de cuidado, además de las consecuencias del Covid-19. Remontó y estuvo una semana que me conocía, me hablaba y tenía apetito. A los ocho días se durmió. La doctora internista le hizo un tac y me dijo que no había nada que hacer. Tuvo una muerte cerebral. Estuve con ella cinco días después de que se durmiera. Decidí salir de la habitación antes, para no verla morir”, cuenta.
Los días que estuvo con su madre, no vio fallecer a nadie, “pero la muerte se sentía porque escuchaba el dolor de los familiares”. No quiso estar cuando la funeraria se llevaba a su madre de la habitación hospitalaria donde murió. “Tenía tanto dolor, impotencia y sufrimiento dentro que no quise estar. Me despedí de ella y me fui a casa porque me iba a poner mala, no del Covid, sino psicológicamente. Ella adoraba a mis hijos y le dije que me iba a casa con ellos, para cuidarlos, que no tuviera miedo, que nos veríamos en El Neveral, donde tenía la esperanza de que se recuperara. Le dije que si moría, mi padre, que falleció hace 16 años, la estaba esperando. Le di un beso y salí de la habitación”, recuerda entre lágrimas.
A sus 46 años se expuso, pero no se contagió; y experimentó una situación “dramática, dura, de soledad y miedo, con mucha incertidumbre”. Pero también fue feliz. “En sus momentos de lucidez, hablábamos de cuando era pequeña. La cuidaba como si no tuviera coronavirus. Le daba de comer, la aseaba, la masajeaba, hacíamos video-llamadas. Fue feliz esos días. Cuando se durmió le hablaba porque sabía que me escuchaba”.
Al regresar a casa tuvo que aislarse diez días. “Cuando más necesitaba el calor de mi marido e hijos, me tuve que aislar. Fueron días de soledad, pendientes de un teléfono”, dice. La llamada que le comunicó la muerte de su madre llegó al noveno día. Se hizo tres PCR (negativos), y pudo acudir al entierro de su madre, con un velatorio en el que sólo pudo sentir el calor humano de 15 personas.
“La sensación de soledad fue enorme”, recuerda. El duelo por la muerte de su madre está siendo “muy duro”. Y concluye: “Se habían cambiado las tornas. Yo era su madre y ella mi hija porque vivía entre su casa y la mía. La sensación de orfandad es enorme”.