Miguel Rosa es natural de Córdoba y siempre soñó con escribir, una pasión que aún desarrolla bajo el puente en el que reside en Roquetas de Mar, un hogar para un hombre sin techo que llegó a esta provincia para ganarse la vida bajo el plástico de los invernaderos.
Miguel llegó a la provincia almeriense el pasado 15 de febrero y comenzó a residir al raso, junto a su perrita Wanda, muy cerca del puente que se ha convertido en su casa. Nueve días más tarde, Jorge Gallego, marinero en la ‘Salvamar Spica’, y su pareja, Vanesa García, lo invitaron a comer una de las hamburguesas que hacían en una barbacoa junto a la playa.
“Lo invitamos a comer con nosotros y nos contó su historia. Nos dio mucha pena porque todavía hacía frío y le proporcionamos una tienda de campaña y, en la medida de lo que hemos podido, cosas básicas para facilitarle un poco su vida”, explica Vanesa a EFE.
“Recuerdo aquel día con un poco de congoja, porque aparte de hambre, tenía mucha necesidad de humanidad. Vine aquí, como todo el mundo con la golosina de los invernaderos, a intentar trabajar, sin tener en cuenta que cumplo 65 años en dos semanas”, dice a EFE Miguel, que ahora vende en los parques pulseras y otros adornos de cuero que elabora.
Un hombre que ha creado un pequeño espacio, todo lo acogedor posible, con un mobiliario precario y hasta una ducha, incluso con canalizaciones para evitar que se inunde en caso de que el agua corra por la rambla que atraviesa el puente.
La literatura
En ese precario hogar Miguel sigue escribiendo. Tiene un relato, 'Andrea la mala', que ha sido publicado por el Instituto Ouróboros de Córdoba en el recopilatorio ‘Casa de Citas’, en el que participaron 17 escritores y otros tantos ilustradores.
‘Andrea la mala’ es la historia de "una niña muy inteligente y traviesa que le da una lección moral a sus padres. Para mí, Andrea ha sido siempre mis hijos”, presume Miguel.
Recuerda cómo no faltaba nunca al centro de educación para adultos para poder escribir sin faltas de ortografía, y cómo durante años ha escrito de todo, “algunos textos que he quemado por aquellas depresiones que te entran”.
La escritura, con otros relatos como 'El destiempo’, ‘Rosario’ o ‘El Madroña’, la compagina con una lectura incansable que lo llevó a conocer a Ezequiel, el protagonista de uno de los relatos del libro ‘Me viene mal que te mueras’, de Maite Cabrerizo, que trabaja en el gabinete de comunicación de Salvamento Marítimo.
Gracias a Jorge Gallego pudo leerlo y hasta realizar una pequeña reseña porque se identificó con este personaje que vive bajo un puente. “Aunque yo no soy alcohólico”, bromea.
Mientras, su móvil le sirve ahora como un bloc de notas que llama “Anotaciones en el cuaderno de campo”, pero que “terminará llamándose algo así como ‘Un Robinson urbano’"; una obra en la que espera reflejar cómo se busca la vida como un náufrago de ciudad.
Una vida de viaje en viaje
“Me sacaron del colegio para coger algodón con 11 años, pero siempre he tenido mucha imaginación y me ha gustado inventar historias. A lo mejor he estado trabajando haciendo carbón y mientras cortaba leña me inventaba que había unas tribus enanas que se escondían porque iba con un hacha”, relata.
Miguel admite que en esa época no sabía hacer “la o con un canuto” a pesar de lo cual “quería ser escritor”, aunque la vida lo llevaría por otros derroteros.
En La Rioja tuvo un accidente cuando cortaba leña. Con la indemnización decidió irse a “conocer mundo para tener una base para poder escribir” y se fue con un grupo de voluntarios a participar en talleres de carpintería en Nicaragua, en la frontera con Honduras.
“Luego me metí en la brigada de alfabetización a ayudar a llevar material escolar, a llevar mantas y medicinas a hospitales de campaña… Y conocí allí a una persona”. Se casó con esa mujer y cuando tuvieron su primera hija se trasladaron a Cataluña.
En Tortosa (Tarragona) tuvo a su segundo hijo y un tiempo después se separaría de su mujer. La justicia le dio la custodia de sus vástagos, a los que crió con la ayuda de su familia mientras trabajaba en los andamios en una filial de ULSA que lo llevaba de una punta a otra de la península.
Con la crisis de 2008 se quedó parado y comenzó a trabajar por “una miseria, a tres euros la hora”, para poder sacar adelante a sus hijos.
“Ellos están a galope entre Europa y Granada. No quiero ser una carga para los chavales. Son responsables y me siento como si les pusiera un palo en la rueda”. Por eso, el 4 de junio del año pasado salió de Córdoba y comenzó su nuevo peregrinaje en busca de un porvenir que, por ahora, tiene su última parada en Almería.