Yukio Mishima: 'Confesiones de una máscara'

Publicado: 06/11/2010
El tema de la muerte en la literatura ha sido tratado bajo todas las formas posibles del idealismo, incluso por muchos escritores no creyentes, los cuales, por cierto, suelen inventarse una metafísica particular; eso sí, una metafísica a la que, pudorosamente, aplican el adjetivo “laica”. Laberintos laicos para el juego de la muerte. Aun reconociendo que se trata de un caso algo extremo, Yukio Mishima (1925-1970), en su novela (un narración bastante lírica) Confesiones de una máscara (1948), pone en boca del protagonista un vulgar y genérico desvarío sobre la inmortalidad: “Y supe que, lejos de desear la muerte, lo único que pudo ser causa de que ansiara ingresar en el ejército era la firme convicción, nacida de una primitiva fe en el arte de la magia, común a todos los hombres, de que yo era el único ser que jamás moriría…”. En esta lubrificante ilusión de inmortalidad se mezclan dos vetustos simulacros: el miedo a la muerte de todo ser humano y la manía de pervivencia del artista, que quiere pasar a la Historia por su obra, consiguiendo así no morir en el recuerdo de los hombres. En la novela de Mishima hay mucho de autobiográfico (la asimilación de su homosexualidad, las fobias, las ambiciones, etc.), y entre el autor y el personaje principal (alter ego) se dan determinados enlaces, aunque siempre es imprescindible tener en cuenta que una cosa es predicar y otra dar trigo. Trascendencia y fe, cuando lo correcto sería: no trascendentalizar y nada de fe.


El núcleo más interesante de la novela de Mishima es el informe sobre la maraña entre el sentimiento de la muerte, el sexo y sus chifladuras sadomasoquistas, fetichistas y canibalistas apiñadas alrededor de la iconografía del San Sebastián (c. 1615) de Guido Reni (1575-1642) del Palazzo Rosso de Génova, aunque en la más célebre fotografía en que el autor japonés aparece como el santo, en la escena de su asaeteamiento, hay tres flechas, lo que indica que el modelo seguido en la mascarada no es el del lienzo genovés (sólo dos flechas) sino el de otro, casi gemelo, también de Reni, que se encuentra en la Pinacoteca-Palazzo dei Conservatori de Roma. Se ha escrito mucho de esto. La obsesión de Mishima se centra en el sobaco izquierdo del mártir, en las flechas, en el tormento, en el éxtasis, etc. San Sebastián es hoy un icono gay. Todo es teatralidad narcisista en la vida y en la obra de Mishima, que se transformó, en virtud de su lenguaje, en un ente ficticio. Su propio suicidio es ficticio. Es real sólo como acto de gamberrismo. El cuento del golpe de Estado fue un pretexto chocarrero. Lo último que dijo Mishima antes de expirar en el campamento Ichigaya de Tokio fue: “La vida humana es limitada, pero a mí me gustaría vivir para siempre”. Muy unamuniano. Mishima se hizo el harakiri y su kaishaku le cortó la cabeza.

También en la Odisea (XI) el alma de Aquiles afirma: “antes preferiría ser el más vil de los esclavos en la tierra, que señor de todos los muertos” (Ver: John Nathan: Mishima: A Biography, Little, Brown & Co., Boston, 1974; Henry Scott Stokes: The Life and Death of Yukio Mishima, Peter Owen Ld, London, 1975 y Marguerite Yourcenar: Mishima ou la vision du vide, Gallimard, Paris, 1981). También Elisa Maradey y Juan Carlos Moraga analizan el caso Mishima en un interesante ensayo titulado “El muchacho que escribía poesía. Cuerpo, narración y Genealogía en Yukio Mishima” (A Parte Rei. Revista de Filosofía, mayo 2009. En mayor o menor medida, la comedia (la teatralidad, el narcisismo) es como una segunda naturaleza de los creadores, y hasta de los críticos y de los diletantes.

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