Que a estas alturas se cuestionen ciertos hechos en este país resulta cuando menos chocante y divertido. Chocante por lo evidente de aquello que se cuestiona; divertido porque me imagino a quien se pregunta por algo que es demasiado claro para arrojar dudas me recuerda a quien pilla a su pareja en una infidelidad y, al final, le convencen de que la culpa es suya al descubrir el
affaire por llegar antes a casa. Cuando, más que cuestionarse, se niega, ya me imagino al cornudo en cuestión diciendo que nada es lo que parece y que sólo estaban debatiendo sobre geopolítica en Oriente Medio. Un buen ejemplo de esto que digo es lo que vamos a tratar hoy en esta columna: el
lawfare o guerra judicial.
Se llama así al hecho de interponer demandas o querellas contra un político para anular su acción política (preparar la defensa cuando eres acusado no ha de ser fácil) o para menoscabar su imagen (los últimos nueve años hemos tenido ejemplos para dar, regalar y aburrir a las ovejas). Si, además de la acción judicial en sí misma se cuenta con una legión de medios afines a quien demanda para manchar aún más al demandado, inventar bulos sobre él o, simplemente, no publicar el archivo del caso ni rectificar cuando la causa queda en nada, el ataque resulta mucho más efectivo porque se emponzoñan las entrañas de miles de personas que lean lo publicado y además se lo crean. Es decir, que puedes estar tan tranquilo realizando tu actividad política y encontrarte, sin comerlo ni beberlo, con una demanda, miles de titulares en prensa afín al adversario y con miles de personas odiándote sin que tú mismo sepas el motivo.
Tenemos el caso claro del Tribunal Constitucional diciendo en un auto que un estado de alarma impecablemente aplicado era inconstitucional. De hecho, afirmaba que debía declararse el estado de excepción para adoptar las medidas que se tomaron en 2020, lo cual vulneraría la Ley Orgánica 4/1981 al utilizar el estado de excepción para una situación de emergencia sanitaria. Dicha Ley Orgánica establece el estado de alarma para esos casos, entre otros, y permite la limitación de derechos fundamentales al declararse dicho estado, que fue lo que se hizo para salvar vidas. A partir de ese auto, empezaron a declarar inconstitucional toda acción relacionada que el gobierno
socialcomunista llevara a cabo, como fue el cierre temporal del Parlamento o el segundo estado de alarma. En definitiva, aunque un auto no es una sentencia y no genera cosa juzgada (nadie tiene que ir a la cárcel por lo que en él se diga, para que nos entendamos), es una forma de usar los tribunales para atacar la acción política de un gobierno que, en este caso, hizo justamente lo que había que hacer. Aunque no nos gustase a la mayoría.
Podemos continuar para bingo con los casos de Isa Serra y Alberto Rodríguez. A ambos se les condenó sin pruebas, con el elemento común de ser acusados de agredir a agentes de policía y condenados por la carga probatoria que se concede al testimonio de los agentes pese a los cambios de versión y las dudas que estos ofrecen. En el caso del ex diputado canario, se le aplicó una pena que no se recogía en la sentencia: la inhabilitación para el ejercicio del derecho de sufragio pasivo impide al condenado presentarse a unas elecciones en el plazo que se haya dictado; cuando se le obligó a entregar el acta de diputado, se le estaba aplicando la inhabilitación para el ejercicio de cargo público, a la que no se le había condenado. En ambos casos, lo único que habían hecho los acusados era ser políticos de Podemos.
Otra muestra de que el
lawfare existe en nuestro país son los intentos de García Castellón por probar una financiación ilegal del partido morado que no sólo es que nunca existió, sino que cada vez que se demostraba que todo era una falacia el juez reabría el caso. En este caso, el
Neurona, el principal acusado era Juan Carlos Monedero pese a no ser un político ya en activo; sin embargo, la guerra judicial contra Podemos era aprovechar la confusión que se suele tener a pie de calle, que no nos permite distinguir entre condenar a miembros de un partido con condenar al partido. Por ejemplo, el PP es un partido condenado por participar a título lucrativo de la trama Gürtel mientras que el PSOE tiene miembros condenados por distintas tramas. El partido está limpio judicialmente hablando.
Ahora, la última tendencia está siendo aplicar el
lawfare contra los líderes del procés. No ya en los delitos de sedición y malversación, donde habría también bastante tela que cortar y mucho que discutir, sino a la hora de pretender imputarles delitos de terrorismo por las actuaciones de Tsunami Democrátic. Tendría que verse si los actos de esta organización se pueden considerar como tal cosa, pero además habrían de probarse los vínculos que pudiera tener con los líderes a quien se pretenden imputar semejantes cargos. Me pregunto de qué me suena esto y por qué me recuerda a una época que no viví pero estudié, donde se te podía imputar terrorismo por repartir octavillas, o a otro caso más reciente donde quisieron calificar como acto terrorista una pelea de bar.
En cualquier caso, creo que el
lawfare es tan claro y palmario en este país que no entiendo a quienes lo cuestionan y mucho menos a quien lo niega con ejemplos tan locuaces. No obstante, como dije antes, siempre habrá quien acabe diciendo convencido que su pareja debatía de geopolítica en Oriente Medio con el butanero. Y perdonen el tópico.