La solidaridad no es un valor neutro: se tiene y se cultiva o no se tiene ni se cultiva. El diccionario de la Academia de la Lengua Española la define como la adhesión a la causa o empresa de otro in sólidum, es decir, haciéndola propia por entero.
En política social la solidaridad implica hacer propia la causa de las personas y de los grupos sociales más desfavorecidos. Implica, pues, prestarles asistencia mediante el reconocimiento de un elenco de derechos específicos dirigidos a paliar la situación de necesidad en que se encuentran.
El valor cualitativo del Estado Social, que nuestra Constitución propugna, es justamente prestar asistencia, no por piedad o compasión, sino porque el Estado ha hecho suya la situación de necesidad e intenta corregirla.
La solidaridad pone en marcha un sistema de protección a favor de los más débiles. Pero ella misma es un valor frágil; noble, altruista, pero frágil. Por lo tanto, se precisa sentirla por convicción de ideas, no por utilidad o beneficio. De ahí que haya un filtro que desvela sin remisión cuándo la solidaridad no se siente de verdad, aunque se afirme actuar en su nombre: es el hecho de autoproclamarnos solidarios sin tener en cuenta la dignidad de las personas que reciben las prestaciones y ayudas públicas.
Porque sin sentir la dignidad intrínseca del otro no hay auténtica solidaridad, sino su caricatura, su impostura, su burla. Así, difícilmente puede ser solidaria una persona en exceso proteccionista, intrigante, mal avenida, cínica o hipócrita. Será cualquier otra cosa, menos solidaria con los demás.
La población española ha envejecido. Este fenómeno demográfico estuvo en la raíz de la Ley de Dependencia. La edad avanzada conlleva graves problemas de desenvolvimiento personal. Esos problemas se han extendido al duplicarse la población mayor de 65 años durante los últimos veinte años.
A la edad se unen otras causas que limitan la vida personal y familiar: enfermedades y patologías cronificadas, que según los estudios más fiables afectan al 11% de la población.Un dependiente es una persona que, debido a estas causas, no puede valerse por sí misma para ejecutar actos elementales de la vida diaria.
En el mejor de los casos los cuidados de las personas dependientes recaían en la familia y, especialmente, en la mujer. Sin embargo, las modificaciones de la estructura familiar parejas a factores como el divorcio y la incorporación de la mujer al mercado de trabajo estaban incidiendo negativamente en la atención de los miembros dependientes de las familias. El Estado no podía ponerse de perfil ante esta realidad, su pasividad era insostenible.
De más está recordar que varios preceptos de la Constitución ordenan a los poderes públicos asegurar la protección de la familia, discapacitados y la tercera edad para evitar la exclusión social, la soledad y el riesgo de caer en el desamparo. Y ahora pregunto: ¿vamos a tolerar que la crisis, la política de recortes, la defenestración de lo público rompa el avance social sin precedentes que supuso la Ley de Dependencia?
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