Anoche caí en la tentación de volver a ver Qué bello es vivir. He de reconocer que lo hice impulsado por la nostalgia, pero también como una especie de obligación -que no por imperativo legal- para con las buenas costumbres, entre las que también incluyo por estas fechas escuchar villancicos de todas las partes del mundo, comer los pestiños que prepara mi madre y tomar la penúltima antes de la cena de Nochebuena en la barra del Bar Juanito. Puede que haya quien considere un martirio convertir en obligación eso de cumplir cada diciembre con la película de Capra y ver cómo la familia Bailey recibe ante el árbol de Navidad el desprendido aprecio de todos sus vecinos para que salde la deuda con los bancos, pero muchos de los gestos y de las buenas intenciones -no solo morales- que pueblan su filmografía permiten seguir albergando esperanzas en la raza humana, ahora que andan tan en desuso.
Sin embargo, no es mi pretensión recurrir a la cita cinematográfica para caer en los tópicos, ni en los deseos de buena voluntad, ni en la necesidad de creer en los ángeles de la guarda. Lo que descubrí anoche es mucho más terrible que todo eso, y surgió condicionado por el momento concreto que estamos viviendo, por la realidad de nuestros días, por las tragedias particulares que te llegan de uno y otro lado, y por las catastróficas previsiones que te hacen los de más allá sobre el nuevo año que llama ya a la puerta, dentro de su renovada adicción por el engaño vía anestésica.
Anoche, cuando veía a George Bailey corriendo desesperado por las calles de Bedford Falls en busca del dinero que había perdido su tío, arrastrándose ante el señor Potter para que le concediera un préstamo extraordinario y reponer la cantidad desaparecida, recriminando a su esposa, a sus hijos y a la maestra de éstos sus ansias de felicidad ante la celebración navideña, no podía evitar la comparación con la desesperanzada situación por la que atraviesan en estos momentos otros muchos George Baileys de nuestro país, y de Jerez, sin ir más lejos.
Con el 30% de la población en el umbral de la pobreza, como avanzan las primeras estimaciones de Cáritas en la recta final de este año, con unas quinientas denuncias presentadas ante los juzgados reclamando embargos y desahucios desde el pasado enero, con las plantillas de varias concesionarias tirando desde hace dos meses de la caridad familiar y la solidaridad ciudadana, y con la tasa de desempleo más alta de la historia, no resulta complicado encontrar los paralelismos con ese retrato de la desesperación personal ante los condicionantes económicos que, en nuestro caso, han fulminado de un cañonazo la esencia de un estado del bienestar que, cegados como estábamos ante tanto derroche crediticio, no llegamos a apreciar que tenía la misma consistencia de un castillo de naipes.
Por eso mismo, ahora que las agencias de publicidad se empeñan en hacernos ver que los movimientos de indignados no han ido más allá de improvisadas asambleas de patio en las que se discute el precio del adsl -en un tan vergonzoso como frívolo ejercicio de trivialización de la sociedad-, no hay que olvidar que, más allá de las acampadas en las plazas, las reivindicaciones de justicia e igualdad y hasta la interesada intromisión política, perviven los casos de los que han perdido su trabajo, de los que han echado de su casa, de los que han agotado el periodo de prestación, de los que tienen que buscarse la vida lejos de su ciudad, y de los que no encuentran oportunidades ni respuestas a sus propios dilemas por parte de las administraciones públicas, empeñadas o/y obsesionadas con la reducción de un déficit que no va a reportar beneficios a corto plazo y sí va a exigir más sacrificios del conjunto de la ciudadanía mientras los bancos reciben una nueva multimillonaria inyección de fondos que los propios expertos dudan que utilicen para el fin previsto: ampliar las líneas de crédito a empresas y autónomos.
2012, en cualquier caso, no apunta a final feliz, aunque la NASA haya desmentido el calendario maya y el nuevo Gobierno aspire, si no a dar buenas noticias, sí a brindarnos un buen comienzo. Hoy, al abrigo de las familias, buscaremos otros temas de conversación y los villancicos de siempre... ya se sabe, el que canta, su mal espanta, y ya no vale solo con cantar los goles de la Selección.