Llevo una temporada más o menos bien de la cabeza. Por eso aprovecho todos esos momentos estelares para un vicio que adquirí desde pequeño: leer. Paseando por la calle Rosario me paró Paco, el de García Bozano, y me dijo que había salido un libro sobre cosas de La Isla que me iba a gustar.
Y que además en ese libro aparecía el nombre de mi abuela Rosario la de la Loza. No lo dudé un momento y lo compré. De rato en rato lo he ido leyendo y ayer por fin lo terminé. Se trata de la “Historia pequeña de La Isla de San Fernando” de Julio Molina Font. Y tengo que decir que me ha gustado bastante y que el cañaílla que no lo lea tendría que estar encerrado como yo en este manicomio hasta que lo leyera. Contiene tantas cosas nuestras, que, como dice en su prólogo José Carlos Fernández Moreno, “el autor…desborda toda una marea de isleñismo que vuelca en sus páginas y éstas, a su vez, en el ánima del lector, que asiste entusiasmado a un heterogéneo escaparate de papel en el que son mostradas un sinfín de esas “historias” que dan forma a la entrañable y, a veces, emocionante pequeña historia-grandiosa historia, aunque parezca contradictorio-de La Isla de San Fernando…”
Por sus páginas pasan personajes nuestros, lugares nuestros, edificios nuestros, costumbres e historias nuestras…que nos traen a la memoria unos tiempos ya imposibles de vivir de nuevo, pero que, gracias a Julio Molina, quedan fijados por escrito para la posteridad con todo lujo de detalles. Es famoso el dicho latino “verba volant, scripta manent”, es decir, “las palabras vuelan, los escritos permanecen”. Y permanecerán en el recuerdo de todos los cañaíllas aquellos patios de vecinos, la Velada de La Isla, la Prensa de entonces, los güichis, las ventas, los freidores, los almacenes de ultramarinos, los guateques… Paseando con mi nieto en bicicleta por los esteros yo le explicaba ayer algunas cosas del pasado de La Isla y él me preguntaba si estos tiempos son mejores que aquellos. Tengo que confesar que por un momento lo puse en duda, aunque terminé contestándole, a sabiendas de que me salía por la tangente, que el mundo debe ir a mejor. Había pobreza, pero aparecía la solidaridad; había pocos medios, pero aparecía el afán de superación; había una cruda realidad, pero aparecía el deseo de soñar un mundo mejor.
Incluso los locos tenemos un sexto sentido por el que nos estremecemos cuando abrimos páginas como las de este libro y cerramos los ojos deseando volver a nacer para volver a vivir. Es verdad que pasamos por este valle de lágrimas sin darnos cuenta de que los tiempos que vamos dejando atrás nos vienen dados en una plenitud fantástica y que desgraciadamente no ponemos los cinco sentidos en ejercitar la observación de tan maravilloso espectáculo. A mí me admira que Julio Molina despliegue tal cantidad de detalles y datos, que uno se dice: yo estaba allí y no me di cuenta de esto o de aquello que él me cuenta. Según el autor, ha recibido la inestimable colaboración de cañaíllas y amigos que le han ayudado en la tremenda tarea de reflejar toda una época y toda una ciudad. La cantidad de detalles que se extienden en el libro son apabullantes; muchos de ellos eran totalmente desconocidos por mí y no hay cosa que reconforte más que el conocimiento de todo aquello que siempre, por una u otra causa, fue ignorado.
Pues bien, a todos ellos y al propio autor, este loco quiere en estas líneas agradecer el trabajo que se han tomado, las horas que le han dedicado y el esfuerzo que han puesto en no dejar que se pierda en las telarañas del tiempo toda esa riqueza que los cañaíllas hemos cultivado a través de nuestra pequeña historia.
Gracias por mencionar a mi abuela y todos esperamos que este libro sea el primero de una larga lista que nos lleve a emocionarnos y a reconciliarnos con nuestro excepcional pasado.