En la memoria, un niño de cinco años baja las escaleras, pisa la luz blanca del patio, esa mañana no está echado el toldo bajo la montera de cristal, sortea las macetas con grandes hojas verdes y sale a la calle de la mano del padre. Detrás se cierra la cancela grossiana de ranitas vidriadas. No va solo, le acompañan sus hermanos. El cielo está alto, muy alto, azul, claro, con un sol de invierno que no calienta. Hace frío, mucho frío, el abrigo gris de espigas, seguramente heredado de un hermano mayor, no consigue mitigarlo. Tiembla el niño, que lleva el tiempo cernudiano en el bolsillo, cuando pisa el mármol antiguo de la parroquia de San Lorenzo. Suena el órgano bequeriano, quizá algún motete de Eslava. Tras la misa, rellena una cartulina blanca rayada con sus datos. El niño, ¿cuántos siglos caben en una hora de niño?, ya es hermano de la Virgen de la Soledad. Era el 30 de diciembre de 1963, el penúltimo día del año maldito de la riada, en febrero, cuando desde el cierro de casa el mismo niño miraba, atemorizado, el trasiego de barcas por la Alameda.
Desde entonces, el tiempo no ha hecho otra cosa que volar. Hace pocos días los hermanos y hermanas de la Soledad tuvieron la amabilidad de recordarnos, con manuscrito y medalla, que hemos cumplido cincuenta años en la Hermandad. Cincuenta años de Soledad quehuelen a barrio, a la calle Santa Ana, con su marquesa y su casa de vecinos, a mandados en casa Angelito, una tienda de ultramarinos, pionera en desavíos, a la bodega de Joaquín, a la panadería con olores del paraíso, a sillas en la puerta en verano, a partido de fútbol en la calle sin que apenas viniera ningún coche, jugábamos todos contra todos sin preguntarnos el apellido. La calle Santa Ana, todo un universo, en el que crecí sin más multimedia que mi mirada de niño que llevaba todo el tiempo del mundo en los bolsillos.
Tantas cosas vinieron después que prefiero detener el tiempo. Ir a la plaza de San Lorenzo y sentarme en un banco de piedra. Vi esta plaza muchas veces detrás de un antifaz negro, acompañando a la Virgen de la Soledad.Una Virgen de belleza diferente, discreta, señorial, de elegante perfil. Me gusta este antiguo patio de abluciones de la mezquita, donde tantas veces corrí de niño detrás de la pelota y de las ilusiones. Aquí fui creciendo, si cierro los ojos puedo ver la torre mudéjar a distintas alturas, las de mis años, rayas de tiza pintadas en la pizarra de la memoria. Si tapo mis oídos, puedo escuchar el sonido de las campanas, el vértigo de las cigüeñas que entonces venían desde París anunciando la primavera.
He estado en muchos museos. Apenas sé de pintura, como de tantas cosas. Me dejo llevar por las sensaciones. Estoy seguro, que ni tan siquiera en el museo del impresionista Van Gogh, he visto los colores que he contemplado en esta plaza. Los del otoño amarillo dibujado en la alfombra de hojas caídas. Los ardientes relámpagos, casi rojizos, del mediodía de verano. Los románticos grises de invierno sacados de la lluvia, de las leyendas de Bécquer. La luz nueva, diluida en azules pastel de cada primavera.
He leído algunos libros sentado en esta plaza que no es grande, ni pequeña. Tiene las dimensiones exactas de lo eterno. Julio Cortázar, a veces, dejaba la ribera izquierda del Sena y jugaba conmigo a la rayuela dibujando líneas en el suelo. Traía aquí a Jorge Luis Borges, con sus tigres y su fantástica biblioteca del mundo. Pero ningún libro me estremeció tanto como Ocnos de Luis Cernuda. Una tarde, el poeta exiliado me preguntó: ¿Cuántos siglos caben en las horas de un niño? Aún no le he sabido contestar.
Que me perdone el maestro García Márquez, pero yo también tengo mi Macondo, el Barrio de San Lorenzo, donde han transcurrido mis Cincuenta años de Soledad.