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Sábado 04/05/2024  

Los guarros inocentes

Un hombre ha contagiado a un cerdo de la fiebre porcina en el lejano Canadá, lo que da fe de que nuestra especie no resulta de fiar. Ojo por ojo, diente por diente. Somos gente rencorosa...

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Un hombre ha contagiado a un cerdo de la fiebre porcina en el lejano Canadá, lo que da fe de que nuestra especie no resulta de fiar. Ojo por ojo, diente por diente. Somos gente rencorosa.

Habrá quien advierta de que, al fin y al cabo, fueron los cerdos los que empezaron. Esta objeción resulta incontestable, pero no sería justo exigir a un puerco, cuya vida se reduce a ventosear de vez en cuando, gruñir a toda hora y hozar entre excrementos, lo mismo que esperamos de un perito mercantil, pongamos por caso. Los seres humanos somos una especie elegida, consciente de su propia existencia y del mundo que le rodea, creadora de obras de genio.

Miles de años de afortunada evolución se traducen en admirables descubrimientos cuya autoría se debe a este simio bípedo y lampiño: la rueda, el fuego, la escritura, la cartografía, la arquitectura, la domesticación de animales, la agricultura, la religión, la física newtoniana, el urbanismo, el enciclopedismo, el derecho, la aeronáutica, las telecomunicaciones, la clonación genética, El Corte Inglés… Los cerdos han sido menos prolíficos. Un examen detenido de las aportaciones del guarro a la tarea civilizadora en el planeta arroja un resultado deprimente: el jamón de Guijuelo, el bocadillo de panceta, las salchichas Óscar Mayer y poco más.
Pero además, y desde un punto de vista exclusivamente moral, habrá de hacerse notar que el cochino es ajeno al concepto de culpa, una creación indiscutiblemente humana.

La cerda que alumbra a sus lechones lanza al mundo a una sarta de criaturas inocentes, amenazadas por un mundo hostil y por la cadena de producción de patés La Piara. La noción teológica del libre albedrío no es aplicable al gorrino. No sucede lo mismo con el ser humano.

Ya el Antiguo Testamento presenta a nuestros primeros padres como criaturas manchadas, estigmatizadas por el pecado original que todos heredamos. Sólo una conducta moral puede redimirnos de esa culpa primigenia. El ser humano mordió la manzana (en realidad fueron ellas, pero ésa es otra historia), y aquel acto de maldad inaugural ha traído consigo funestas consecuencias. Nada dice la Biblia, sin embargo, acerca de un cerdo desobediente al designio divino que muerde la bellota prohibida y es expulsado del Paraíso. Por eso, no puede reprocharse a la cabaña porcina la expansión de la nueva gripe. Los inocentes no son responsables.

Establecida la inocencia de los cochinos, volvamos al ser humano. Los gobiernos de los países más poderosos del planeta han movilizado todos sus recursos e invertido millones de euros en la adopción de medidas preventivas ante la expansión de la llamada gripe A. Las mentes más febriles imaginan una mutación maléfica del virus muñida para erradicar a nuestra especie de la faz de la Tierra, incluidos los peritos mercantiles.

Quizás esto realmente acabe sucediendo, pero lo cierto es que, excepción hecha del medio centenar de muertes registradas en América, los principales afectados hasta el momento son turistas que acudieron a tostarse a las playas de Cancún y que han vuelto a casa con un catarro fenomenal que les obligará a permanecer en casa para ser tratados con infusiones de miel y limón, friegas de Vicks Vaporub y Tamiflú.

No intentamos ningunear esta nueva pandemia. Quizás sea, finalmente, este bicho el que acabe bajando los humos a esta especie arrogante y engreída que es la nuestra.

Pero si de lo que se trata es de postular qué pandemia matará a más gente en el planeta durante los próximos años, se nos ocurren candidatas más capacitadas. Veamos. El sida, la malaria, el dengue, la fiebre amarilla, los brotes periódicos de meningitis, que desde comienzos de año ha matado a 1.900 personas en el occidente africano… Y, por supuesto, el hambre.

Los habitantes de los países ricos estamos alarmados por la amenaza de un virus que, en la mayoría de los casos, se contenta con hacernos moquear.

Mientras, obviamos las tragedias cotidianas de los más pobres. Los cochinos, en sus porquerizas, son mucho más compasivos con los suyos.

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