El presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, hizo un llamamiento minutos antes de las cuatro de la tarde pidiendo a Puigdemont para que no hiciera nada que imposibilitara el dialogo o irreversible el paso a dar. Y que respete el orden constitucional. El pleno catalán se retrasa. Los acampados de “Hola República” esperan fuera. El gobierno español, a la expectativa en Moncloa. Los estados mayores de los partidos, en sus sedes. Las especulaciones se desatan. Lo más probable son los tirones internos entre los independentistas, sobre todo de la CUP. Todo es confusión y caos. Y los timbres suenen insistentemente.
Puigdemont, tras ufanarse del voto de más de dos millones de catalanes y de criticar a la policía y lamentar la suerte del Estatut y las querellas, anunció que Cataluña se ganó el derecho a la independencia y la propuesta de una nueva república. A continuación la aplaza para la negociación. Desde la fuerza. Desde los hechos consumados.
La declaración de independencia de Cataluña la quieren convertir en retórica, de momento. Se ha querido dar en el parlamento de Cataluña una declaración de independencia más o menos simbólica. Pero eso es como lo del embarazo. No se puede estar un poco embarazada. O se está o no se está. O se declara o no se declara la independencia. Da igual decir que pueda ser efectiva dentro de dieciocho meses o de dos años. Un eurodiputado había adelantado hace varios días este camino de independencia aplazada, tipo Eslovenia. Se trataba de Ramón Tremosa, de la antigua Convergencia del 3%: “Hizo unas elecciones al Parlamento esloveno con una especie de Junts pel Sí, que sacó mayoría absoluta, intentó negociar con Belgrado, no hubo manera, convocó un referéndum unilateral, lo ganó, y después declaró la independencia y la suspendió durante unos meses con el fin de negociar un referéndum acordado con Belgrado”, conseguir apoyos internacionales y finalmente lograr la independencia.
A esto se refirió Borrell el domingo. Cataluña o España no se pueden comparar con ninguno de los nuevos países formados por la desintegración de antiguos imperios, sea el austro-húngaro o el ruso. Por ello ninguna institución europea reconocerá esa independencia. La economía no se ha quedado igual, las grandes empresas, que dependen de fondos de inversión o de las exportaciones, han dejado claro que no creen en esa Arcadia feliz inexistente de la nueva república catalana.