Confieso que he sentido un enorme enfado al ver las fotografías de los acusados de haber alterado los precios de la construcción del Palma Arena sucios tras dos noches en prisión, esposados y generosamente expuestos a las cámaras informativas como si de peligrosos asesinos se tratase.
Conste que no trato de exculpar ni minimizar unos presuntos delitos. Digo, simplemente, que esos inculpados, que todavía ni procesados, sino investigados, ni suponían riesgo de fuga, ni implican mayor peligrosidad, ni podrían repetir sus presuntos delitos, puesto que ya no ocupan los puestos públicos que entonces ocupaban.
¿A qué, entonces, conducirlos a declarar esposados, a pie, víctimas del lógico afán de los reporteros? Lo voy a decir claramente, y sé que a algunos no les va a gustar: estamos asistiendo a demasiados casos de extralimitación en los procedimientos judiciales, fiscales y policiales, y conste que no hablo, ahora, solamente de las esposas de la vergüenza, sino también del momento en el que ha reaparecido el caso, coincidiendo con la explosión de las acusaciones acerca de escuchas ilegales a dirigentes del PP.
Lo que no está claro, decía mi abuelo, es que tiene algo de oscuro. Para mí, sigue sin estar clara la conveniencia de exponer a los arrestados a la infamia pública. Y me sigue pareciendo al menos indignante que ningún poder del Estado, incluso autonómico o local, se haya tomado la molestia de salir a explicar por qué esas personas fueron peor tratadas que los peores delincuentes, siendo así que gentes acusadas de delitos mucho más graves pueden acceder a los juzgados desde los sótanos o el garaje, garantizándose la intimidad de su imagen, como pretende el más básico de los garantismos y el más genérico de los códigos de derechos humanos. Y, si así no se considera oficialmente, que nos lo digan, para saber a qué atenernos.