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Arcos

La naranja

"... estaba esperándome Dios esa mañana para decirme que no me devane los sesos buscándolo en lo recóndito..."

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He visto a Dios en la parada del autobús. No. No he bebido más anís de la cuenta ni he fumado nada especial. Lo digo con 0,0 de alcohol en sangre. He visto a Dios en la parada del autobús.

Resulta que recojo una bolsa de naranjas y como pesan demasiado para llevarlas andando me acerco a la parada del autobús urbano de la calle Corregidores. La mañana es una candela falsa, una de esas mañanas de diciembre que brillan mucho pero que sabemos que se va a apagar pronto, en cuanto llegue la tarde. No me gusta comer nada por la calle, porque siempre se ha dicho que el que come por la calle no se casa, pero tengo algo de sed y se me antoja abrir una naranja de la bolsa. Enseguida se me acerca un muchacho fornido, grandote, un inocente, y reparo en su boca llena de babas y sus ojos de niño. Me pide, más con los ojos que con la boca, un gajo de la fruta y por supuesto se lo doy, a pesar de que su madre, algo avergonzada, me dice que “hay que ver esta criatura, que parece que está desmayado. Pero le gusta tanto la naranja…”.

Le digo a la mujer que no se preocupe, que para mí es un honor compartir la naranja con el muchacho, que ahora me sonríe con sus ojos limpios, su cariñosa manera de dar las gracias. El autobús no llega y me alegro, porque así puedo pasar más rato con ellos, disfrutando de la mañana y de la naranja, dispuesto a sacar otra si se nos acaba. Por desgracia llega su autobús y se suben, mientras sigue la cariñosa reprimenda de su madre diciéndole que no pida nada.


Nos despedimos con una sonrisa y con las bocas llenas de zumo dulce y mientras se aleja su autobús y llega el mío me doy cuenta de que estoy emocionado, con el pecho acelerado. He visto a Dios. Tanto tiempo buscando a Dios en las iglesias, en las puestas de sol, en las mujeres, y Dios está ahí, aquí, en esa mezcla de dolor y gloria que es un ser inocente. En la parada de un  autobús urbano, en los ojos limpios de un muchacho, en la amorosa contundencia de su madre, que cumple su misión de cuidadora de lo eterno, estaba esperándome Dios esa mañana para decirme que no me devane los sesos buscándolo en lo recóndito, sino en lo que tengo, en lo que tenemos al alcance de la vista y a veces no vemos.

Algo caerá estos Reyes. Pero les aseguro a ustedes que ningún regalo podrá superar al regalo de este muchacho condecorándome con su sonrisa. Estaba tan emocionado aquella tarde, que escribí un poema que he titulado con el mismo nombre que este artículo y que termina con el siguiente verso: “Has compartido hoy con Dios una naranja”. Feliz Año a todos.

 

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