Febrero de 1995. Tras romper la hucha de mis ahorros consigo una entrada para la gran final del Falla. Aquella edición tuvo agrupaciones muy recordadas entre las premiadas; ganó la chirigota “Los Lacios” y el Yuyu trajo sus famosos “cabrones”, pero nunca olvidaré que en los descansos, de aquel ambigú lleno de humo, la gente no paraba de hablar de “Los tintos”.
Como esa agrupación no había llegado a la gran final, y en aquel entonces no teníamos internet, era difícil ver algo por televisión, ya que apenas había unos breves resúmenes de semifinales. Yo preguntaba, ¿de qué autor es? Durante la semana del carnaval me compré la cinta (el casete) y desde el primer momento lo comenté con mis amigos: “oye esta chirigota tiene algo diferente”. Y efectivamente, así se conoció a Juan Carlos Aragón, que antes había hecho otras chirigotas, pero a partir de esos tintos se ganó un hueco en las barbacoas de los que en aquellos años éramos adolescentes. ¡Cuantas veces cantamos ese popurrí!
Ya había entrado con pleno derecho en la lista de autores destacados y esperados. Sus chirigotas nunca dejaban a nadie indiferente. Su grandeza era tan especial que algunas de ellas no estuvieron en la gran final (Kadi City, Ruinas Romanas, los ya citados Tintos), pero Juan Carlos nunca fue un “concursero”. Jamás le recuerdo una declaración subida de tono (una pataleta) por no pasar a la gran final, ni siquiera el famoso cajonazo de 1997. No era de los autores que se dejaban ver por la barra del teatro. Si tenía que criticar algo lo hacía a su manera, a su forma, a su estilo, que no se le podía llamar doble sentido, sino que era eso: su forma, con arte, con filosofía.
A partir de 2001 vimos una nueva etapa en su creación, pero no a un nuevo Juan Carlos, al empezar a hacer comparsas, él siguió siendo el mismo. El guión es parecido: agrupaciones diferentes siempre a las de los demás concursantes. Compaginó varios años las dos modalidades, pero los años en los que no hizo chirigota, siempre se veía en sus letras ese punto canalla (reivindicativo) y divertido que no dejaba indiferente a nadie. Su gran mérito y al mismo tiempo su dificultad, al concursar, es que nunca cantó penas ni desgracias,
al contrario que otros autores que sí ejercen ese legítimo derecho de cantar a enfermedades o desgracias. Su estilo era inconfundible, y hacía del carnaval una fiesta libre. Recuerdo una entrevista suya hace varios años cuando le preguntaban por eso que tanto se comenta de las agrupaciones modernas o clásicas, y sobre si unas u otras son o no carnaval, y él respondió tajantemente: “Carnaval es lo que queramos que sea carnaval”.
Era tan especial y tan carnavalero que en este último año, con su chirigota El Chele Vara, lejos de esconder el repertorio, como se hace habitualmente, él quiso que hubiera gente en los ensayos finales, invitados a través de los componentes de la chirigota. A mí personalmente me invitó mi amigo Álvaro, guitarra de la agrupación. Juan Carlos casualmente se sentó a mi lado y estuvo en todo momento atento a las reacciones del público en el local para ver si gustaba o no esa apuesta suya de volver a hacer completamente la chirigota.
Se nos ha ido un carnavalero muy diferente, a partir de ahora se dirán esas cosas de: la vida sigue, la fiesta sigue, el carnaval sigue, pero pienso que no habrá un autor igual.
Lo recordaremos con esa frase, una de tantas que nos dejó, en la que dice “Creo en la vida eterna de los carnavales”.