Ilya Ehrenburg (1891-1967) describió proféticamente, en su novela Las extraordinarias aventuras de Julio Jurenito y sus discípulos (1921), nuestra patética contemporaneidad. Aquello no fue un alarde de videncia parapsíquica: fue el producto de una infrecuente capacidad de análisis prospectivo que, partiendo de las circunstancias históricas de comienzos de los años veinte, se proyectaba hacia un futuro previsible. Un futuro al que se podía acceder a través de una observación minuciosa de la dinámica del sistema capitalista, al cual Ehrenburg, ya en 1921, contemplaba como una imponente masa de energía proteica y arrolladora, una monstruosa fuerza fagocitante y absolutista. Ehrenburg predijo también, en esa obra, la Segunda Guerra Mundial y muchos de sus horrores, como el holocausto judío y las bombas atómicas sobre Japón. Lean el libro.
En el Jurenito, Ehrenburg enuncia la tesis de la confrontación bélica difusa pero constante; es decir, el hilo conductor del desarrollo histórico desde el inicio la Guerra Fría hasta lo que llevamos del XXI. Escribe Ehrenburg: “Este conflicto durará decenas, tal vez cientos de años. No os riáis. En los intermedios habrá tratados de paz y en general toda clase de poesías bucólicas. Podrá cambiar de forma. A veces, como los arroyos, se ocultará bajo tierra, y recordará hasta la repugnancia a la conmovedora paz. (…) La guerra no se parecerá desde ahora a sí misma, y sabrá introducirse sutilmente en los corazones: la muralla de la ciudad, la valla de la casa, el umbral de la habitación se convertirán en los nuevos frentes”. Hans Magnus Enzensberger corroboró el diagnóstico de Ehrenburg en 1994 con la publicación de su ensayo Perspectivas de la guerra civil.
Hoy en Afganistán no hay guerra, sino un proceso de pacificación, en el sentido en que Julio César llevó a cabo la pacificación de las Galias, por acudir a un ejemplo sobradamente conocido. El hecho es que, a pesar de todo, la violencia crece en el país asiático: crece por años, por meses, por semanas, por días. La escalada empezó en 2006, sobre todo en las zonas Este y Sur del solar afgano. El incremento, en paralelo, de los bombardeos por parte de la aviación estadounidense, con una mayoría de víctimas civiles, está contribuyendo a que los talibanes encuentren apoyos entre la población de las áreas especialmente afectadas por esta recrudescencia de los enfrentamientos. Las cifras de muertos y heridos están en las noticias, crónicas y reportajes de la prensa. Vayan ustedes sumando.
Es cierto que allí los autóctonos se hallan entre dos fuegos: por un lado, el de las tropas invasoras (Operación Libertad Duradera y Fuerza Internacional de Asistencia a la Seguridad); por otro, el de los movimientos insurgentes que se oponen a las autoridades de Kabul (Talibanes y Partido Islámico de Afganistán-PIA). Los sentimientos de frustración e impotencia embargan a la comunidad afgana, partidaria, lógicamente, de una solución nacional. Todo ha sido una farsa: los proyectos de reconstrucción, la mejora de las condiciones de vida, los planes de reconciliación colectiva, etc. En aquel infierno cualquiera puede ser objetivo de un ataque, cualquiera puede saltar por los aires en medio de una guerra que oficialmente no existe.
Bajo el mandato del ya ex presidente Bush, los norteamericanos, que fueron los padres y las madres del invento, los impulsores de esta alejandrina conquista de Oriente, querían que sus lacayos-aliados aportaran más destacamentos militares a la región. Veremos qué hace ahora Obama ante este embrollo. El consorcio compuesto por Libertad Duradera (coalición liderada por los Estados Unidos) y la ISAF (la mencionada Fuerza Internacional de Asistencia a la Seguridad, integrada por 37 países –incluida España– bajo dirección de la OTAN) representa el desorden, la ineficacia, el despropósito de un imperialismo obsoleto e inmoral.