Entorno los ojos, como si mirara directamente a la luz. Me retiro, sólo un puñado de pasos, para observar el lienzo desde la distancia. Muevo la cabeza hacia el lado derecho. Ahora hacia el izquierdo. Agacho la mirada y observo con detenimiento los colores que hay en mi paleta. Nada. No consigo encontrar el tono adecuado para ese pequeño reflejo que se me resiste. Será mejor que le pida consejo a mi maestro.
-David, a ver si me dices cómo conseguir ese reflejo de la derecha, que se me ha atravesado,
-Ya estoy contigo…. –mientras se me acerca alaba la música que suena desde el deteriorado y vetusto lector de cedés que hay al fondo del aula- qué grande Louis Armstrong, y qué grandes sus carrillos cuando soplaba –ahora se detiene ante mi pintura, mira con detenimiento la foto que me sirve de modelo y añade- Vamos a coger un poco de amarillo Nápoles rojizo, le añadimos una gota de amarillo titán medio y una pizca de blanco, pero muy poco, blanco siempre muy poco… así, así, por ahí va. Oscurece un poco el fondo. La luz es más luz si a su lado hay oscuridad. Por cierto, -añadía inmediatamente, como si no hubiera espacio entre un pensamiento y otro- no vayáis a comprar esos botes enormes de blanco que están de oferta, y por supuesto no pidáis nunca el color carne. –Y las risas sonaban en toda la clase.
Así fue como empecé a conocer a David Padilla. Y tardé muy poco en engancharme a sus clases. Sé que cualquier maestro tiende a conservar para sí mismo determinados secretos que el oficio le ha ido enseñando durante toda una vida de trabajo. Pero David no. David disfrutaba compartiendo sus conocimientos, enseñándonos los “trucos” del oficio, y sobre todo, charlando mientras pintábamos y escuchábamos música, o mientras hacíamos un descanso para fumarnos un cigarro. Incluso entonces, no dejábamos de hablar de pintura. De óleo, de tinta, de acuarela, de acrílico, qué más da. “Pintar, siempre pintar” nos repetía a diario. Pero lo mejor de todo, es que siempre hablábamos de la vida.
Voy a echarte de menos, amigo. Yo y muchos como yo. Vamos a echar de menos tu sonrisa picarona, que escondiste bajo tu barba. Vamos a echar de menos tu bata gris, ajada pero llena de experiencia (y de pintura). Vamos a echar de menos tus manos nerviosas sujetando un cigarrillo. Incluso vamos a echar de menos tu imagen de ciclista tardío.
Pintar es un acto de valentía, sin duda, y dedicar la vida entera a la pintura es casi una heroicidad. Por eso, David Padilla, mi maestro (él nos llama compañeros), mi amigo, a veces mi confesor, es un valiente, un luchador, un optimista…. Y un triunfador. Sin duda.
Conocía su obra y la admiraba. Desde entonces admiro a su autor tanto o más que a su obra.
Allá donde estés, pinta.