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El sexo de los libros

Antonin Artaud en el país de los Tarahumaras (II)

Era el visionario que se daba cuenta de la doble cara (o múltiples caras) que hay siempre en toda realidad.

Publicado: 20/06/2022 ·
08:19
· Actualizado: 26/06/2022 · 07:31
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  • DIBUJOS DE ANTONIN ARTAUD
Autor

Carlos Manuel López

Carlos Manuel López Ramos es escritor y crítico literario. Consejero Asesor de la Fundación Caballero Bonald

El sexo de los libros

El blog 'El sexo de los libros' está dedicado a la literatura desde un punto de vista esencialmente filosófico e ideológico

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Artaud revivía el sufrimiento constantemente  reproducido, sin la menor  tregua, que se enconaba durante sus reclusiones en el manicomio-Gólgota, de modo que toda salida del psiquiátrico hacía de él un resucitado, o El Resucitado por antonomasia, enseñando la verdad de que «la vida es un espectáculo sin explicación ni justificación». En la Sierra Tarahumara, antes de ser aceptado por los indios y admitido al rito del peyote, el escritor (que huía del opio y los opiáceos) fue objeto de recusación y maquinaciones extrañas interpretadas por él como maleficios. «¿Qué es lo que quieren de mí, qué es lo que pasa?». La respuesta del guía mestizo que le asignaron fue explícita: “Dicen que usted ve demasiado claro que el mundo es falso, que las cosas no son lo que parecen, que usted lo sabe, que usted es el único que quiere decirlo”.

Era el visionario que se daba cuenta de la doble cara (o múltiples caras) que hay siempre en toda realidad. Identificándose con el muerto en la cruz, sintió cómo los tarahumaras conservaban el pudor ante el mal absoluto que era «la abyecta polución del Cristo erótico rojo devorando en testículos su propio cerebelo sexualizado». En México, los símbolos del éxtasis se entrelazaban con los terrores irrespirables que subían desde lo más apestado de la infra-consciencia: «un envenenado reciente, secuestrado y traumatizado que relata sus recuerdos antes de la muerte». Su encandilamiento con  Cristo y la cruz se debió, según él, a las maldiciones de los clérigos: «Yo escribí “El rito del peyote” en estado de conversión y ya con ciento cincuenta o doscientas hostias en el cuerpo, de donde mi delirio acerca del Cristo y de la cruz de Jesucristo». Se le cayó la venda de los ojos y protestó con la causticidad que reservaba para estas situaciones decepcionantes que se recrudecían al ritmo de sus afecciones cerebrales: «nada me parece ahora más fúnebre y mortalmente nefasto que el signo estratificador y limitado de la cruz; nada más eróticamente pornográfico que el Cristo, innoble, concretización sexual de todos los falsos enigmas psíquicos, de todos los desperdicios corporales pasados a la inteligencia, como si ésta no tuviera nada más que hacer en el mundo que servir de jeroglífico, y cuyas más bajas maniobras de masturbación mágica producen la descarga eléctrica»; descarga que no era otra que la del electrochoque, la peor tortura para él, su coronación de espinas, sus azotes atado a la columna, su vía dolorosa con la cruz a cuestas en este evangelio rendido a la incalculable soledad del chivo expiatorio (bouc émissaire); porque éste es, por encima de todo, el evangelio de una soledad demoledora y sin finalidad; y es que tampoco la peregrinación iniciática a México supuso ninguna solución. 

Partió de México y, en 1937, arribó a Irlanda con la retumbante cruzada del báculo de San Patricio —que era el de Jesucristo— y los secretos de los druidas célticos, no sin antes atravesar una etapa en la que se enfrascó en el Tarot —tan presente en Las nuevas revelaciones del ser (1937)—, la Numerología y la Astrología, dentro de ese vínculo de amor-odio que tuvo con las ciencias ocultas hasta que, tras su detención en Dublín y entregado a las autoridades francesas, comenzaría su purgatorio de manicomio en manicomio o la pasión  físicamente considerada y cuyo horror maximizado fue la terapia electroconvulsiva. Artaud —que pidió a Hitler que desatara el fuego del Apocalipsis para regenerar el mundo—  entraba en una noche sin retorno pero sin dejar nunca de escribir, aunque fuera una escritura sin un proyecto de producción textual.  No se sabe si ya en Ville-Evrard, el primer hospital donde estuvo, fue tratado con electrochoques, una técnica que provocaba intensos dolores. Y en el de Rodez, el último sanatorio mental en el que fue acogido el escritor —instalación dirigida por el doctor Gaston Ferdière—, también sería objeto de la misma terapia, de la cual siguió quejándose agriamente, aunque todo indica que las descargas eléctricas mejoraron su salud. Un testigo, Denys-Paul Bouloc, afirma haberle oído decir que Ferdière fue «el único psiquiatra que me trató con humanidad». El espanto ante los grandes horrores metafísicos y metahistóricos de la vida habitaba en su interior, tal vez no sólo a causa de su locura y con antelación a la misma, despreciaba la vida tanto como los surrealistas la amaban. Su malestar consistía en vivir sin limitaciones —entre la angustia y la abominación— aquello que aparentaba constituir la interioridad del ser como ciertamente conceptuable, un pensamiento que no termina de encontrar su verdadera naturalidad, cuestión que se antoja incierta habida cuenta de su excepcional competencia lingüística, alguien que era capaz de expresar las más intrincadas concavidades psíquicas con un estilo no ya rico sino brillante y asombrosamente preciso. La literatura no estaba obligada a ficcionalizar la vida evitando dar testimonio de las realidades metafísicas. Artaud reconoce el derecho a mentir, «pero no acerca de la esencia de la cosa», que es igual que decir «la esencia del ser», ni acerca de la enfermedad, que es connatural de su definición y de su disciplina. Una impotencia nerviosa, una parálisis de la sensibilidad es como se manifiesta esa enfermedad, «vacío fisiológico y nervioso de mi alma, de mi inteligencia» o «desmineralización del espíritu». No obstante, a pesar de esto, su pensamiento era imparable, como puede verse cotidianamente en su cuantioso epistolario, aunque se tratara de una reflexión sobre el pensamiento enfrentado a su propia vacuidad fuera del espacio y del tiempo, un pensamiento «no poseído», deslocalizado, no era sino una forma radical de pensar cuya trascendencia anti-mística estaba fuera de toda duda. En la escritura se imprimía con perfecta minuciosidad aquella desposesión que alcanzaba, regresivamente, hasta los orígenes del propio  cerebro como en una anorexia del alma. «No bien una voluntad intelectual interviene, por poco que sea, con el propósito de permitirle a una imagen, a una idea cualquiera, adquirir cuerpo al tomar forma; no bien se intenta pronunciar de una manera lúcida y clara alguna de esas palabras interiores que la mente asocia sin pausa, la enfermedad pone de manifiesto su presencia, su continuidad».

El ultra-vacío extensible a todas las facultades intelectuales desempeñaba la función central en la des-estructuración, malgré tout   créative, de un pensamiento siempre hiperactivado. El esfuerzo era agotador. «¿Sabe usted —le escribe a André Breton en una carta de julio de 1937— de un Hombre cuya indignación contra todo lo que existe actualmente sea tan constante, tan violenta, y esté tan constante y desesperadamente en estado de permanente fulminación?». Esa violencia volcánica debía tener un significado que sólo podía referirse al hecho de que «lo increíble es la verdad». ¿El vacío? El mundo también era el vacío, que a su vez ya estaba en Artaud: «sé cómo este mundo no es y sé cómo no es». Una sombra de ser en sí mismo, pero un ser  que deviene inexistente, se lo revelará todo y entonces su defección de este mundo será definitiva. Estará separado del mundo, pero no muerto. Dirá que lo sobrenatural es inmanente al hombre por un principio que no necesita demostración. Y si el hombre ha traicionado lo sobrenatural, igualmente el hombre será traicionado. Para lo cual se hallaba dispuesto «el olor del culo eterno de la muerte», la caída en la fecalidad que se asocia al   descrédito del espíritu o diríase de los «tumores del espíritu», expresión con la que alude a Gérard de Nerval, a quien consideraba su homólogo, y cuando, precisamente a raíz de un comentario sobre el autor de la Quimeras, logra definir la locura como «un trasplante fuera de la esencia, pero dentro de los abismos, de lo interior exterior», formalidad contigua a la locura de la cruz de la que Pablo de Tarso habla en su primera epístola a los Corintios (1, 18:23), escindiendo al expatriado Artaud («état de déportation») en Cristo y el Anticristo, desdoblamiento cuya cópula  únicamente podía ser llevada a cabo por una operación de alta alquimia. «Es decir siempre entre los 2, cristo o  anticristo», como escribe en marzo de 1946 en el manicomio de Rodez, donde redactará misivas epilépticas, muchas de ellas con un contenido religioso y antisexual —«un cuerpo tan ancestralmente virgen»—, y cuadernos llenos de notas, dibujos y esbozos de obras.

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