Con la llegada de cada verano establezco una especie de asociación emocional con el mundo de la lectura, que supone recordar aquellos primeros libros que fueron pasando por mis manos a falta -afortunadamente- de mejores alicientes con los que ocupar las horas de ocio durante las vacaciones escolares. Los nombres de
Stevenson, Conan Doyle, Salgari, Dumas, Leblanc, Stoker, Alain-Fournier, Falkner o Leroux, empezaron a hacerse familiares, y entre todos ellos, especialmente:
Jules Verne. Mejor aún, Julio Verne. Las horas dedicadas a la lectura de
La vuelta al mundo en 80 días, 20.000 leguas de viaje submarino oViaje al centro de la tierra, permanecerán para siempre como fuente inagotable de fascinación.
Verne llegaba siempre a nuestras manos en calidad de visionario. Antes de que se atravesasen los océanos en submarino, antes de que se viajase en cohete a la luna, antes de que se hubiese terminado de explorar el más remoto rincón del mundo, el escritor francés era capaz de contarnos cómo sería y convertirlo en una auténtica aventura, en convertirnos en protagonistas de sus aventuras, a bordo de un globo, del Nautilus o por cualquier medio de transporte al alcance de
Phileas Fogg para atestiguar el éxito de su apuesta.
Pero Verne no fue solo visionario en los avances que le aguardaban al mundo contemporáneo, sino en el tipo de personas que iban a estar dispuestas a arrogarse el mérito de ser los primeros civiles en vivirlo en primera persona; es decir, gente con muchísima pasta, caso ahora de
Richard Branson o Elon Musk, rivales en la carrera por el turismo espacial, u osados como
Stockton Rush, CEO de la empresa Ocean Gate, que ofertaba paseos hasta las profundidades del Atlántico
para recorrer los restos del Titanic al precio de 250.000 dólares por persona, hasta que -eso no estaba previsto en las novelas de Verne- esta semana su sofisticado submarino implosionó durante el descenso.
Durante cinco días, medios de comunicación de todo el mundo han estado pendientes al minuto de
las tareas de búsqueda de la tripulación del Titan, después de que se perdiera la comunicación y el rastro de su señal desde la superficie. Durante todo ese tiempo nos han ido contando las vidas de cada una de las cuatro personas que acompañaban a Rush, las horas de oxígeno que les quedaban para poder encontrarlos con vida, los medios a disposición de la búsqueda, las hipótesis acerca de las causas que podrían haber provocado la pérdida de contacto y las opciones de supervivencia, las dudas acerca de la viabilidad del propio proyecto -hasta
James Cameron ha criticado las condiciones del submarino-...
Todo, un día tras otro, como si detrás de aquella búsqueda, además del morbo y el suspense, estuviesen algunas de las respuestas al origen del universo. El mundo entero pendiente de la supervivencia -poco probable- de cinco personas embarcadas por el mero capricho de vivir una experiencia exclusiva.
El despliegue de medios y horas dedicados a la noticia contrastan con los dedicados a relatar la muerte del más de medio millar de migrantes que perecieron en aguas del mar Jónico apenas cuatro días antes de que
Shahzada y Suleman Dawood, Hamish Harding, Paul-Henri Nargeolet y Stockton Rush decidieran introducirse en el Titan sin saber que les aguardaba idéntico destino.
No solo eso. Cientos de personas volverán a intentar cruzar las aguas que separan el continente africano del europeo durante los próximos meses -algunas de ellas deben estar haciéndolo ahora mismo-, y seguiremos mirando hacia otro lado, apartando la vista, acaso compadeciéndolos, pese a que sabemos que ponen en riesgo sus vidas después de entregar a las mafias la mayor parte de sus ahorros y con el único afán de reencontrarse con algún familiar o emprender una nueva vida lejos de la miseria y la guerra.
Cientos de vidas humanas a merced del terror y las olas, pero lo que nos quita el sueño son cinco millonarios a los que no bastaba con vivir aventuras a través de las páginas de un libro de Julio Verne.