Yo tenía 6 años cuando se estrenó Grease en los cines. Para cuando llegó el momento de ir a verla ya nos sabíamos la coreografía del Grease-lightning y los coros del You´re the one that I want de memoria, y John Travolta y Olivia Newton John eran como de la familia, gracias a los didácticos avances que nos ofrecía cada sábado por la tarde el programa Aplauso. Catorce veranos más tarde, aquellas mismas canciones volvieron para contagiar a nuevas generaciones o, simplemente, para reivindicar su frescura, a la par que las cuentas corrientes de sus creadores, hasta hacerse fijas en un ecléctico repertorio en el que tampoco faltaba la chica ye-ye de Concha Velasco y que, desde entonces, también se hizo inevitable en cada fiesta de nochevieja. Mi hija también descubrió Grease con 6 años, tres décadas más tarde, y no sólo es una fan incondicional, sino que este viernes tuve que agarrarla para que no se fuera de la mano de Edurne camino del escenario.
Dudo que les interese lo más mínimo ni la edad que tenía ni las veces que imité desde encima del taburete a Travolta, y mucho menos mis trasnochados recuerdos de adolescencia o mis responsabilidades como padre, pero no se me ocurría mejor forma para entrar de lleno en la cuestión que nos ocupa: la universalidad del lenguaje musical y su aplicación a una fórmula de éxito como nexo de unión emocional entre diferentes generaciones. Porque pasarán otros cuarenta años y las canciones y números musicales de Grease seguirán conservando la misma frescura y atrayendo a nuevos espectadores, más allá de la evidente simpleza de una trama que se diluye, casi como una mala coartada, entre número y número; algo que queda mucho más patente en la versión para los escenarios que en la cinematográfica.
En este sentido, la versión en castellano del exitoso musical subraya en exceso ese desfase narrativo, y hasta podría decirse que es un musical muy bien cantado, pero no tan bien contado. Lo que ya no me queda claro es si se debe a las carencias dramáticas del texto original o a cierta dejadez compositiva, aunque dudo que haya muchos más que después de asistir a la espectacularidad de sus números musicales y a sus buenas interpretaciones hayan caído en apreciar dichas carencias que, a veces, lastran el desarrollo de la función. En cualquier caso, da igual, porque al final compruebas que todo el mundo abandona el Villamarta con una sonrisa de oreja a oreja y tarareando los compases de alguno de los temas, plenamente satisfecho, y agradecido con los paseos de los intérpretes por el patio de butacas saludando de forma cómplice a los espectadores que han acudido a la función.
Las sensaciones, pues, son más que agradables y se sustentan en el excelente trabajo coral de todo el plantel, en el que es inevitable resaltar la función de su protagonista femenina, Edurne, en especial porque sobresale con un registro vocal muy próximo al de la recordada Olivia Newton John, aunque eso no implique dejar en un segundo lugar a cuantos la acompañan sobre el escenario -lo mismo cabría decir de un triplicado, sensacional e histriónico José Antonio Moreno-, ni otros aspectos esenciales de la función, caso de la coreografía, de los múltiples detalles que adornan cada uno de los números, tanto interpretativos como estéticos -la señal televisiva del concurso de baile en el instituto está resuelta con originalidad y brillantez- y de la banda que interpreta en directo toda el repertorio.
En el fondo, y es lo más importante, prevalece una contagiosa sensación de vitalidad, tal vez muy similar a la que transmiten otros musicales de éxito, caso de Mamma mía, con la diferencia de que en este último caso es el texto el que se pone al servicio de la música, y en Grease es la música la que se pone al servicio de una historia, pero más aún, de una época, de unos condicionantes sociales y de unas emociones compartidas por todos, universales como su música y, por supuesto, imperecederas. Así pasen otros cuarenta años.
Detalles
El musical, ambientado en el curso 1959-1960 en el Instituto Rydell, sigue las peripecias de una pandilla de jóvenes estudiantes, donde el amor y la diversión se mezclan con distintas formas de ser y de ver la vida, y donde se narra el amor (im)posible entre el joven rebelde Danny Zuko y la modosa estudiante australiana Sandy Olsen.
El montaje de Grease que se representa hasta este domingo -en doble función- en el Teatro Villamarta recupera ocho números que no aparecen en la película y que sí forman parte del guión original. En total, algo más de dos horas y media de entretenimiento, de la mano de un equipo de más de 100 personas, pantallas de alta resolución, focos robotizados y efectos especiales.
Un musical forjado hace ya 42 años
La historia de ‘Grease’ se remonta a febrero de 1971 cuando Jim Jacobs, en aquel entonces periodista, y Warren Casey, profesor y disc-jockey, escriben una obra que reflejaba el ambiente juvenil de los años 50 que ambos habían conocido por experiencia propia. Dos productores de Broadway compraron los derechos de la obra, adaptaron algunas partes del guión, añadieron nuevas canciones y dieron mayor peso a la relación entre Danny y Sandy, que pasó a ser el eje argumental.
‘Grease’ se estrenó como musical en 1972 en Nueva York consiguiendo un gran éxito de público y siete nominaciones a los Premios Tony. Después de siete años representándose en Nueva York, pasó a la historia como el musical con más permanencia en Broadway. Su éxito se potenciaría a partir de 1978 gracias a la versión cinematográfica que protagonizaron John Travolta y Olivia Newton-John.
Las canciones ‘Summer nights’ y ‘You’re the one that I want’ fueron número 1 de las listas inglesas en 1978, mientras que la canción ‘Hopelessly Devoted to you’ fue nominada al Oscar en 1979. En 1992, las canciones de la versión cinematográfica volvieron a llegar al número uno gracias a un meddley veraniego, y en 2003, una encuesta de la cadena estadounidense CBS lo destacó como el Mejor Musical de Todos los Tiempos.