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Hereditary

Aún aterrorizado, y con la malsana atmósfera de la cinta persiguiendo mis pensamientos, me propongo escribir sobre una de las mejores películas del año

Publicado: 29/06/2018 ·
09:59
· Actualizado: 29/06/2018 · 09:59
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  • Hereditary. -
Autor

Jesús González Sánchez

Jesús González es graduado en Ciencias Ambientales y profesor de Educación Secundaria en El Puerto

Sala 3

Análisis crítico (más pasional que racional) de los mejores estrenos cinematográficos de cada semana

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Aún aterrorizado, y con la malsana atmósfera de la cinta persiguiendo mis pensamientos, me propongo escribir sobre una de las mejores películas del año y la confirmación de que el post-terror, como se ha comenzado a denominar a esta reciente remodelación de los cánones del género, es ya una realidad que ha llegado para alimentar nuestras más terroríficas pesadillas, sin descuidar por ello nuestras exigencias cinéfilas. Tras La bruja (2015) y Llega de noche (2017), la compañía de cine independiente A24 vuelve a apostar por la renovación del género produciendo Hereditary (2018), la ópera prima de Ari Aster, cineasta estadounidense.

La película narra la progresiva desfragmentación de una familia norteamericana que sucumbe ante misteriosas influencias malignas tras el fallecimiento de la abuela materna. Desde su primera secuencia, la cinta se encarga de remarcar su ritmo pausado, coherente con la intención de crear una atmósfera de rareza casi insoportable, y mediante un desplazamiento lateral de la cámara y un maravilloso zoom, nos introduce en la casa de muñecas en la que viven sus infortunados protagonistas, ajenos a la perversa desdicha que los acecha.

Como sucedía en Halloween (1978), de John Carpenter, en la película se hace una referencia explícita a la imposibilidad de escapar al destino, sobre todo cuando los hilos están manejados por entidades del mal. Esto se ve perfectamente reflejado en el oficio de la madre (Toni Collette), quien realiza maquetas hiperrealistas, muchas veces relacionadas con sus más oscuras inquietudes. El personaje, que pasa de marionetista a títere maldito, lleva el peso de la narración a la vez que carga con los pesares de una familia marcada por la pérdida. A través de los primeros planos de la actriz, queda reflejado el terror de lo que ocurre fuera de plano en momentos clave de la película. En su rostro, compungido de dolor, se advierte una horrible revelación: su destino inevitable es el drama; su única herencia, una maldición.

Otra alusión de la cinta, esta vez al mito de Ifigenia, presagia sacrificios —anunciados previamente por la abuela— que, en lugar de servir los deseos de los dioses, se invierten para satisfacer cultos demoniacos que recaerán sobre la figura del hijo (Alex Wolff), personaje atormentado hasta la extenuación y marcado por la idea de que no tiene ni merece el amor de su madre.

A la sucesión de simbolismos y detalles, todos ellos fruto de una planificación casi enfermiza, ha de sumársele la capacidad de Ari Aster para crear una atmósfera insoportable a través del ritmo narrativo y la puesta en escena. La narración, continuamente fragmentada, refleja a la perfección la ruptura interna del núcleo familiar, y su ritmo creciente augura un clímax insufrible, en el que se produce la manifestación absoluta del mal que asola a tan desdichada familia.

Esta secuencia final, de tensión insostenible, perdura en la piel del espectador hasta bien entrada la noche, y es entonces cuando vuelve en forma de terribles pesadillas. La magnífica fotografía y el increíble uso de la luz, que conjugan imágenes de terror imborrables; y el excelente diseño de sonido, capaz de provocar inolvidables escalofríos, llegan a hacernos partícipes del descenso a los infiernos al que sucumbe esta familia, hasta que acabamos preguntándonos: Charlie, ¿Charlie estás ahí?, temerosos de que la respuesta sea el espantoso chasquido de una lengua.

 

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