Vivimos en una sociedad paradójica. Desde hace quinientos años el capitalismo surgió para someternos a las leyes del libre mercado, cada vez más sofisticado, deshumanizado. En las últimas décadas ha hecho posible, como nunca antes, la acumulación global de un enorme lucro, cada vez más concentrado en menos manos: Google, Microsoft, Facebook, Amazon; junto a ello ha conseguido eliminar a los ciudadanos para dedicarse a criar consumidores.
Es una constatación; por ejemplo, para el Corte Inglés, el consumidor siempre tiene la razón y el Ayuntamiento de manera expresa, garantiza sus derechos. En cambio si el ciudadano solicita, sugiere o reclama, no sabe dónde ir, ni tiene seguridad de obtener respuesta, de ser atendido o de ser tomado en cuenta. Ahora que está de moda, tampoco dispone de una red social ciudadana o de aplicaciones similares a las privadas pero con diferentes objetivos y contenidos no lucrativos.
Por su parte, el político cuando llega al poder, ignora ser representante de quienes en él delegaron su confianza. Con el fin de diluir este hecho, los elegidos prefieren autoproclamarse defensores de los intereses generales de crecimiento, mercantiles, financieros, lucrativos porque lo prioritario dicen, es la generación de puestos de trabajo aunque sean precarios, ¡qué más da! Importa el crecimiento, no el progreso; las cantidades, no las cualidades.
La calidad de vida se la asocia a la capacidad de consumo. Y los electores aceptan y vuelven a votar. Así en Andalucía desde hace cuarenta años. Consumidores y gobernantes proclaman la lucha para garantizar la libertad antes que la justicia. El pensamiento se sobrepone al desnutrido ejercicio de la reflexión, del pensamiento crítico y hasta del sentido común. Para qué ejercitarlos si son inútiles para consumir.
El espacio público está invadido por el márquetin, los medios, las redes, la publicidad y las pantallas. El cerebro se está acostumbrando a responder al compulsivo deseo de consumir y satisfacer así, la demanda de placer. Consumir es un hecho placentero que el cerebro conforme ha sido acostumbrado, demanda cada vez más. Crea adicción. Eso sucede hasta con referencia a los teléfonos móviles.
Esto se conoce gracias a la neurociencia y dichos conocimientos, las empresas los utilizan hasta en la preparación de la comida y en los alimentos. Comer hamburguesas o pollos en una franquicia transnacional tanto como beber un refresco de marca, produce placer (y adicción) aunque perjudica la salud, tal como lo demuestra la obesidad mórbida y los elevados índices de colesterol en los niños.
La TV invita a comer (consumir) barato con placer; no a nutrirse. Además, los gobiernos lo permiten en aras a la libertad de mercado. Paradójicamente, el placer de consumir con los ojos (redes) y con todos los sentidos, devora lo único bien que realmente poseemos: tiempo. Y no hay dónde comprarlo.