Que las cosas y los conceptos cambian es fácil de comprobar a través de las palabras. Los que ya vamos teniendo una o dos edades hemos cambiado nuestro vocabulario para designar situaciones que de entrada nos parecen iguales o muy similares y que realmente son un antes y después en nuestras vidas.
Yo, de pequeño oía hablar de “veraneo” cuando ahora el término es “vacaciones” y obviamente, no es igual. Veraneo se me antoja algo más rico, más extenso, más abarcador; vacaciones como lapsus temporal, como paréntesis estrecho en nuestras obligaciones diarias y hemos llegado a la paradoja de que organizarlas puede convertirse en algo más para autogenerarnos estrés, droga sin la cual parece que no sabemos vivir.
En esa infancia en la que por razones de trabajo y de economía familiar no salía de la ciudad también veraneaba y veía veranear. La gente en mi barrio se sentaba por la noche buscando el fresco, se dormía en azoteas o balcones, se regaba la calle con la caída del sol, que era además cuando podías salir a jugar con los amigos, y el helado era un premio que contribuía a celebrar los hitos importante de ese tiempo de calor como era por ejemplo, la Virgen del Carmen.
Sin salir de nuestros espacios los reinventábamos para combatir sabiamente el calor ancestral sobre nuestra ciudad.
La siesta era sagrada y ahí en esas horas sombradas de toldos y persianas, silencios rotos como mucho por el murmullo del ventilador, a los que somos de poco dormir y mucho leer nos permitió viajar como jamás se hizo. Pude recorrer las Estepas rusas con una carta personal del Zar y el destino del Imperio en mis manos. He navegado por tantos mares que me es difícil saber cuál fue el del naufragio, en el que combatí con piratas o en el que me convertí en el capitán más joven de la Tierra. He visto praderas infinitas llena de búfalos por las que, en tren o galopando, más de una vez escapé de los indios. Recorrí África buscando sus secretos, mares de China, la India en revueltas constantes, desiertos de arenas rodeando pirámides con fabulosos tesoros, círculos polares… todos explorados con el arma de mi propio empeño.
Por eso, muchas veces pienso que la mejor agencia de viajes es una buena librería, y el mejor vehículo nuestro sillón o rincón de acomodo favorito (yo sigo decantándome por el suelo). Vuelvan a aquellos lugares donde tantas veces fueron felices, abriendo esas páginas quizás con el color sepia que da el paso del tiempo que es el mejor pasaporte para sellar el de nuestra memoria.