De nuevo regresan los ataques furibundos de aquéllos que no han visto, como decía Blas Infante, pasear el hambre por las calles del pueblo. Esos nuevos niños de papá con toditos su privilegios, arranques de mocosos malcriados, con mayordomos serviciales, coches de última tecnología y lo que les salga de las narices. Para ellos la vida es el disfrute de unos privilegios que no han merecido; es mirar por encima del hombro a los trabajadores, cachondearse de la gente humilde, faltarles el respeto con propuestas que quieren suprimir logros democráticos para la clase obrera. Son la quintaesencia del totalitarismo, nostálgicos de un pasado canallesco de barbarie, incultura, exilio, miedo y hambre.
Las últimas lindezas que le escuchamos a los niñitos de Pijolandia (esa es su patria, porque España, como dijo Miguel Hernández, “es de gañanes, pobres y braceros,/ no permitáis que el rico se la coma, jornaleros”) atañe, así, como suena, –¡y se quedan tan tranquilos!– a las propuestas que hicieron de desaparición de los sindicatos, la no regulación del SMI y la privatización de la sanidad pública. ¡Increíble! Hay que tener mucha cara y muy poca vergüenza. Luego dicen que porqué la izquierda habla de lucha de clases. Está claro, ¿verdad? Los mismos ricos se acaban de delatar dándonos la razón a los que defendemos la construcción del socialismo, porque la sociedad se divide en clases privilegiadas –favorecidas por unas leyes dictatoriales– y subalternas –que producen con el sudor de su trabajo el beneficio que disfruta a la postre la élite–. ¡Ah!, ¿y para cuándo una condena del franquismo? O sea, ¿no?