En España hay mucho torero de salón. Son gente que marca la figura de una manera irreprochable y que maneja con garbo el capote, o una servilleta, en el salón del comedor de casa o en un salón de bodas, eso, sí, sin toro. Con el toro delante, o no se atreven o son un auténtico desastre. Así que no es de extrañar que en un país con tanto torero de salón hayan aparecido, a raíz de la masacre de Bombay, los valientes de salón, es decir los que no estuvieron allí, o estando allí se enteraron de lo que sucedía en otra parte, y componen la figura de lo que había que hacer cuando silbaban las balas, y como hay que colocar el cuerpo para darle la chicuelita a una granada, o la perfecta manera de permanecer estático, como un don Tancredo, cuando aparece una banda que asesina a casi doscientas personas.
Algo menos cruenta, sin ningún muerto, ni siquiera un herido, fue la desgraciada entrada en el Congreso de los Diputados de unos descabezados guardias civiles al mando del coronel Tejero, el 23 de febrero de 1981. Dispararon al aire, ordenaron a los señores diputados que se tiraran al suelo, y los diputados, y los periodistas, y los invitados, se escondieron como conejos, con la excepción de tres personas: Adolfo Suárez, presidente del Gobierno; Manuel Gutiérrez Mellado, vicepresidente; y Santiago Carrillo, secretario general del PCE. Los demás, al suelo. Y, si yo hubiera estado allí dentro, me hubiera agachado, no como un conejo, sino como una miserable rata.
¿Qué hubieran hecho los valientes de salón si hubieran estado allí? Nunca lo sabremos. Como llamaban en el Café Gijón a los que nunca habían publicado nada, “escritores bajo palabra de honor”, estos son valientes bajo palabra de honor, aunque el honor de los valientes de salón me suscita tanto respeto como el arte taurino de los que no se ponen delante del toro.