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Constitución e inmovilidad

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La Carta Magna se llama Constitución porque, en efecto, con ella se constituye política y jurídicamente la Nación mediante el trazo de las líneas maestras de la convivencia. La Constitución, pues, no sólo define a un país, sino que sólo puede hacerlo, si se pretende democrática, desde un consenso básico o acuerdo general de mínimos entre sus habitantes, para lo cual éstos deben poder expresarse libremente, sin intimidaciones y en el curso de un proceso limpio y legal.

En España, lamentablemente, no hubo elecciones a Cortes Constituyentes, es decir, no se eligió a quienes debían elaborar la Constitución, sino que las surgidas de unas elecciones convencionales se pusieron a ello sin estar facultadas para hacerlo. El debate se sustituyó por el consenso, esto es, por un trato o conchabamiento entre personalidades, en tanto que la sociedad, sin la menor presencia política pues se le había despojado brutalmente de ella hacía cuarenta años mediante un golpe militar, hubo de asistir impotente, ausente cabe decir, al diseño de su futuro. No estaría de más, ahora que se conmemoran los treinta años de la Constitución que vino a consagrar la destrucción por Franco de la anterior, la democrática de 1931, recomponer la memoria de lo que verdaderamente ocurrió entonces, que no fue sino el escamoteo de la restauración de la legitimidad democrática en beneficio de la supervivencia de buena parte del Régimen anterior, así como de sus lacras e insanias. Lo que se propuso al pueblo español, ávido de dignidad, de libertad y de progreso tras las décadas ominosas, fue o una monarquía parlamentaria y partitocrática con el rey designado por Franco, o nada, o eso o el diluvio, mediante un referéndum en el que, en puridad, no había dónde elegir. Aquella Constitución de circunstancias es la misma que, intacta, nos rige hoy, treinta años después, logrando con ello lo que ya entonces parecía su máxima aspiración: la inmovilidad.

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