Nacho Requena
Cuentan los que saben de esto -que es la vida- que “la historia es cíclica”. Que todo se repite, pero con diferentes actores. Que la propia idiosincrasia del personaje que interpreta el hecho volverá a aparecer en sociedad, pero en otro contexto socio-histórico-cultural. Con este falso axioma como base, permítame, querido lector, presentarle a Don Pedro Mesía de la Cerda, un comandante que tiene un pasaje de su vida lo más parecido posible al Sevilla Fútbol Club.
Don Pedro Mesía nació en Andalucía (en Córdoba) en el año 1700, y fue teniente general de la Real Armada. El bueno de Mesía poseía batallas para escribir varios libros, pero interesa la que sucedió en 1747, justo cuando regresaba de La Habana con cuatro millones de pesos en monedas de plata. Imagínese: en época de corsarios y maleantes, un barco regresando de las Américas cargado de metales preciosos era una golosina. Y, cómo no, fueron a por él.
Primero se encontró con tres barcos de guerra, a los que combatió durante dos noches sin cuartel. A una fragata la mandó al fondo del océano, y a un navío y a un bergantín los dejó para una clase de chapa -madera- y pintura. Pasaron los días y, por si no fuera poco, el barco español se topó con otros tres navíos. ¿Resultado? Dejó a todos dañados y huyendo como buenamente pudieron. La travesía se detuvo en Galicia, donde Don Pedro Mesía descargó todos los caudales para poner rumbo a Cádiz y finalizar su aventura. Pero, otra vez, la historia no había terminado.
En su trayecto hasta la Tacita de Plata, el capitán y su tripulación sufrieron el ataque de un total de seis barcos. Seis navíos que portaban un total de 250 cañones contra los 70 del español, que estaban fatigados por todos los enfrentamientos precedentes y con unos marineros al borde de la muerte. Pero ahí estuvieron de nuevo: durante dos días libraron batalla, hasta tal punto que acertaron en la santabárbara de un barco rival y lo hicieron volar con 314 de sus 325 tripulantes. Ahí es nada. Sin embargo, Don Pedro Mesía y la tripulación sabían que habían luchado hasta la última gota de sangre: 33 muertos y 130 heridos era el conteo final. Mesía llamó a los oficiales y entre todos arriaron la bandera.
El Sevilla es lo más parecido que se puede encontrar a la tripulación de El Glorioso, nombre del barco curiosamente -o no-. Un comandante (Pepe Castro) que ha sabido combatir en todo momento. Que confió en sus oficiales (dirección deportiva) el cambio de timón (Montella por Berizzo). Nunca es fácil arriar banderas (renunciar a tus ideas y sustituir un estilo de juego implantado hace un año y medio), pero sabían que así nunca llegarían a tierra vivos (final de la Copa del Rey).
Y todo esto con una tripulación (jugadores y afición) a la que siempre se le da por muerta. Ya le pueden rodear tres barcos durante dos noches (el derbi contra el Betis) o que se presenten seis en sociedad (cuartos de final contra el Atlético), que este navío nunca se rinde. Resucita como los muertos. Cae una vez; golpea dos. Sufre la desidia; se alza entre la oscuridad. Y nunca, a todo esto, abandona nadie el barco. Es valiente (el sevillismo), hace de lo ocasional algo cotidiano.
Por cierto, querido lector, si he ocultado deliberadamente la nacionalidad de los barcos que atacaron a la tripulación del comandante Mesía no es por casualidad: eran ingleses. Todos. Cogieron tanto miedo a ese navío (que es el Sevilla) que nunca más lo volvieron a sacar a la mar: lo desguazaron y borraron de su memoria esta batalla. Y ahora, un detalle importante: recuerde contra quién jugó el primer partido Montella y adivine la nacionalidad del equipo al que se enfrenta el Sevilla en Champions League. Qué desvergonzada es la historia, ¿verdad?